Higuera la Real, Badajoz
Se escucharon las tubas mientras resonaban gladios contra los escudos. Desde el ocaso, las caligae romanas marcharon en columna allá donde los estandartes señalaban su nuevo objetivo: un asentamiento céltico en la rica y verde Baeturia.
A comienzos del siglo II a.C. la Beturia, aquel territorio desconocido para los romanos situado entre el valle del Baetis y las tierras bañadas por el flumen Anae (“Quae autem regio Baete ad fluvium Anam tendit extra praedicta… “– Plinio el Viejo. Naturalis Historia III, 13-14), estuvo habitado por los túrdulos a oriente y los ‘celtici’ a occidente. Eso sí, en esos momentos aún no se encontraba bajo el control de Roma.
Las misteriosas tierras se habían convertido en el corredor natural utilizado por los lusitanos en el marco de sus incursiones periódicas sobre las fértiles tierras del sur Peninsular. Dicha situación no fue más que el efecto a la sublevación turdetana motivada por la acumulación de pactos incumplidos por parte de los itálicos con las comunidades indígenas. Y todavía peor para los intereses de los nuevos colonos, los célticos de la Beturia, siempre apreciados por la calidad de sus armas, campaban a sus anchas y actuaban como mercenarios al servicio de los pueblos túrdulos.
Esta fue la situación en la que se encontraron las legiones romanas acantonadas en la Oretania y en la Turdetania a principios del siglo II a.C., por lo que no tardarían en buscar un espacio de seguridad, dentro de los inhóspitos territorios de la Beturia, con el fin de proteger las tierras del valle del Baetis.
La zona de la Iberia que en un principio no había despertado ningún interés para Roma, ahora se hacía imprescindible controlar tanto por su riqueza minera, como para establecer en ella una barrera de contención contra los continuos saqueos que sufrían de manos de los pueblos lusitanos; el objetivo no era otro que el de establecer un paso seguro por donde adentrarse en la Meseta. En este sentido, el primer paso sería una guerra de castigo y conquista a fin de intentar situar la frontera de la Ulterior en las proximidades del Guadiana y, con ello, terminar de consolidar el dominio sobre el resto de tierras bajo su control. Así pues, las primeras incursiones romanas en territorio hostil estarán caracterizadas por la rapidez de movimiento.
A mediados del siglo II a.C., el pretor de la Ulterior, Lucio Mummio Acaico, perderá sus insignias y estandartes; unos trofeos que, para mayor deshonra, fueron exhibidos con orgullo en territorio Céltico, animando a sus gentes a luchar contra el pueblo que ellos consideraban como los nuevos invasores y opresores.
En el año 152 a.C., Marco Atilio relevó a Lucio Mummio de su cargo como pretor de la Ulterior; por su parte, Marco Claudio Marcelo le será asignado la Hispania Citerior. Desde un primer momento Atilio se impuso continuar la lucha iniciada por su predecesor contra los pueblos lusitanos.
En esta ocasión, las operaciones militares sí resultarán favorables para los intereses romanos; el nuevo pretor de la Ulterior iniciará su campaña marchando hacia el interior peninsular y tomará la ciudad de Oxtraca, sembrando el terror entre las comunidades nativas de la región. Al final del largo verano, de regreso a Corduba donde hibernada su ejército, justo en el antiguo camino que conectaba la Lusitania con la Bética en pleno corazón céltico de la Beturia, tomó la decisión de asaltar el oppidum de Nerkobrika.
Nerkobrika era ciudad principal celtici de la que dependían otros castros menores de sus alrededores. Situada estratégicamente en las rutas comerciales del interior, quedaba comunicada con los importantes centros túrdulos de raigambre orientalizante.
Sobre el siglo IV a.C. se inició un importante proceso migratorio de étnica céltica procedente del Duero Medio. Atraídos por la explotación de sus ricos recursos ganaderos y, sobretodo, mineros (el codiciado hierro para esta cultura), la colonización del área occidental de la Baeturia acabará extendiéndose por la región del Anas, limitando así con los pueblos de la Lusitania.
En un principio, estos asentamientos indígenas consistieron en pequeños castros ubicados en posiciones elevadas, fácilmente defendibles de forma natural, con excelente control visual sobre el entorno y aptas para el aprovechamiento agropecuario. Pendientes, barrancos y las corrientes fluviales, cuyas orillas funcionaron a modo de elemento aglutinador y distribuidor de estas nuevas poblaciones, definirán la colonización céltica junto con la construcción de sencillas murallas, torres y bastiones macizos de planta rectangular. Lo que para los romanos suponía el objeto de una nueva frontera alejada del valle del Baetis, el río Anas y sus afluentes, con sus numerosas islas y vados, constituía un lugar de paso y encuentro entre las comunidades nativas.
En los siglos previos a la ocupación romana comenzaron a surgir nuevos asentamientos de gran envergadura, oppida con mayor número de población que controlaron territorios más amplios; pueblos como Ségeda, Turóbriga o la propia Nertobrika pasarán a ejercer el control de las principales rutas que atravesaban la comarca.
Finalmente, a lo largo del siglo II a.C., se producirá una última llegada de gentes a esta zona occidental de la Iberia. En esta ocasión se trataban de celtíberos procedentes del valle del Ebro que, ejerciendo como mercenarios en las tierras aún no controladas por los romanos, actuarán como contingentes militares en el desarrollo de las Guerras Lusitanas.
Pero Nertobrika, oppidum principal de la zona, acababa de ser tomada por las legiones de Marco Atilio. Su ejército, acorde con la estrategia de castigo y terror impuesta, marchaba ahora hacia Castrejón de Capote, una fortificación sagrada de los célticos situada a poco más de cuatro millas de distancia. Bajo el amparo que proporciona la oscuridad de la noche, los estandartes romanos tomaban un camino secundario, próximo a la zona de penetración del flumen Anas, por el entorno occidental de la asolada Nertobrika.
Alejado de las principales rutas comerciales, este centro religioso indígena, también espiritual, se erigía sobre un farallón rocoso oculto bajo una densa masa forestal que lo hacía prácticamente imperceptible al ojo humano. Se enmarcaba entre pronunciados barrancos por donde discurrían dos ríos (Sillo y Álamo), estrechos y encajonados, que regaban los fértiles pastos y proporcionaban el suministro hídrico suficiente a la población sin tener que bajar hasta ellos; entre sus pronunciadas paredes, un par de fuentes abastecían de agua a la comunidad.
Hacía un par de noche que sus pobladores habían celebrado un ritual. En esos momentos no lo sabían, pero sería el último acto religioso practicado en el santuario. Unas doscientas personas, puede que trescientas, asistieron a la ceremonia pública, la cual había consistido en el sacrificio de una veintena de animales entre terneros, cabras y ciervos, además del posterior banquete sagrado. La región se encontraba sumida en una importante crisis con la llegada del último pretor de la Baetica, de ahí que seleccionaran gran número de los mejores animales como ofrenda a sus dioses. No se trataba de ningún festejo como en ocasiones anteriores, ni siquiera se habían reunido en el centro del castro para celebrar un acontecimiento especial. Se vivía una situación excepcional para la que se buscó todo el apoyo divino posible.
Próximo a la mesa de piedra, la cual se elevaba sobre un podio en el interior de la estancia abierta hacia la calle principal, el sacerdote céltico recibía a las víctimas en parejas de a dos o en tríos. A su espalda, junto a los grandes contenedores donde se almacenaban las cerámicas y demás ofrendas de celebraciones anteriores, sentados sobre el banco corrido adosados al resto de paredes del santuario, una veintena de los personajes más influyentes de la región, serios e impasibles, esperaban el inicio de los rituales que se realizarían esa noche. La oscuridad quedaba impregnada por las llamas danzantes de las antorchas y la fragancia que desprendía la quema de hierbas aromáticas y psicotrópicas en el interior de unos recipientes calados, colocados a cierta altura y tapados para controlar la salida de los humos.
El cielo limpio, estrellado. Así lo percibió el sacerdote al levantar su mirada sobre el techo del templo céltico abierto a la intemperie y tomar entre sus manos al primer animal. Sentados sobre el suelo, alrededor de los hogares dispuestos en las zonas aledañas, el resto de los habitantes del castro se mantenía expectante en cada uno de los movimientos y gestos que realizaba aquel hombre, empuñando un arma, pero facultado para comunicarse con sus dioses.
Con suma pulcritud y maestría, el sacerdote fue cercenando el cuello de cada una de las víctimas con su cuchillo curvo y afalcatado. Una vez el animal, relajado, dejaba de respirar, el cuerpo era descuartizado sobre la mesa y su carne, previa al consumo, se purificada mediante las pertinentes libaciones.
Al grupo de hombres, que se encontraban sentados en el interior del santuario, se les preparó la carne en la parrilla de hierro y un espetón dispuestos sobre la mesa; los ajuares para la ceremonia se completaban con una falcata con cabeza de ave como empuñadura y el escudo, ambos signos de la guerra y motivo excepcional de la celebración.
Previamente, trozos de los animales sacrificados habían sido reservados a las divinidades como sus ofrendas correspondientes. Al resto de la comunidad se le hacía entrega de los pedazos de carne para que fueran cocinados en las hogueras preparadas en el suelo de la calle principal. Este banquete ritual y colectivo, donde se comió abundantemente, fue acompañado por el consumo de bebidas alcohólicas que tampoco faltó.
Finalizado el banquete se decidió que un grupo de los más valerosos guerreros se trasladara a Nertobrika para reforzar las defensas. Quizás confiados en sus posibilidades, con el resto de la comunidad, tal vez los más débiles, se optó por mantenerlos a resguardo tras las murallas del poblado a la espera de que pasase el peligro y los romanos abandonaran suelo céltico sin ser descubiertos.
Pero las espectaculares murallas de Castrejón de Capote, símbolo más de ostentación y prestigio que de obra defensiva, resultaron ineficaces a la hora de ofrecer una mínima resistencia frente al ataque de las legiones romanas. Siendo el extremo oriental del castro el único lado accesible con facilidad, la puerta principal, flanqueada con torres y bastiones, sus murallas y foso, protegido este con piedras clavadas, fueron fácilmente salvados por las tropas de Marco Atilio. Los atacantes entraron, a sangre e hierro, como oleada salvaje al interior del castro.
El ejército de Roma, después de lograr derribar la puerta principal y rebasar su barbacana, accedió por la calle central atravesando de Este a Oeste el poblado hasta alcanzar los callejones que separaban las diferentes manzanas de viviendas construidas con zócalo de pizarra y adobe.
La población huyó como pudo, aunque mucha de su gente pereció en el ataque. La puerta principal estaba tomada por el ejército invasor y el camino hacia Nertobrika era imposible al igual que la huida por el paso que conducía a las canteras en el extremo occidental. Aquellos que lograron escapar, lo hicieron por la puerta Sur, bajo un relieve pronunciado que caía hacia el cauce de uno de los ríos. A través de él y del denso bosque lograron ponerse a resguardo en el interior de los castros más cercanos.
Mientras tanto el santuario era profanado y sus viviendas, casa por casa y estancia por estancia, saqueadas. Debido a los problemas de movilidad en sus rápidos desplazamientos, los romanos cargaron sólo con aquellos objetos que consideraron de valor y fáciles de transportar, desechando sobre el terreno el resto del botín.
Castrejón de Capote fue finalmente incendiado y destruido. La conquista de Nertobrika y la consecuente destrucción del centro religioso céltico sobre esta parte de la Beturia serían una de las últimas respuestas de castigo infligidas por Roma antes de la guerra con Viriato. Al poco de producirse tales sucesos, las viviendas de Capote volvieron a habitarse y sus defensas reforzadas con mayores garantías. Eso sí, el santuario quedaría condenado intencionadamente debido a la deshonrosa profanación sufrida; el templo céltico permanecerá sellado con una capa de tierra y piedras perdurando en este estado hasta nuestros días, cuando un equipo de arqueólogos lo excavó.
Continuaremos hablando de este fascinante de Castrejón de Capote y de las fascinantes historias que atesora fruto de las investigaciones.
Enlaces externos de interés:
- Vídeo recreación Castro Celta de Capote
- Vídeo Yacimiento de Capote. Higuera la Real
Bibliografía:
- Cartelería Centro de Interpretación y Yacimiento Celta de Capote.
- Lusitanos, Célticos y Vettones, oponentes de Roma (Luis Berrocal Rangel)
- La Beturia: definición, límites, etnias y organización territorial (Susana Pérez Guijo)
- El asentamiento «céltico» del Castrejón de Capote (Higuera la Real, Badajoz) (Luis Berrocal Rangel)
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