La caída de Sagunto. Capítulo V
Espoleando sus pequeñas y ágiles monturas – sin bridas, ni bocados, ni tampoco sillas; tan sólo el uso de una vara y una cuerda alrededor del cuello -, un cuerpo bien nutrido de caballería ligera númida avanzó hasta alcanzar las proximidades del oppidum. A sus espaldas dejaban una densa polvareda que terminaba fundiéndose con las altas columnas de humo de unos campos envueltos en llamas.
Llegaron a galope, con sus escudos circulares y jabalinas, bajo un griterío ensordecedor. Tal vez sus intenciones solo fueran las de amedrentar a una población que los observaban inquietos y preocupados desde el cobijo que les procuraban las murallas; si ese fuera el caso, seguro que lo estaban consiguiendo. O puede que también buscaran provocarlos y obligarlos a salir de sus refugios y combatir a campo abierto.
De una forma u otra, cabalgaban en formación cerrada hasta acercarse a los muros, pero nunca sin rebasar una distancia prudencial que cubriera una jabalina cuando es lanzada, con todas las fuerzas, desde detrás de las defensas. Obviamente, el general cartaginés manejaba información acerca de las carencias de la ciudad. Prueba de ello era la falta de ingenios de torsión con los que contaba Arse, por lo que habría ordenado a la avanzadilla africana acercarse hasta sus murallas, pero guardando una distancia mínima.
En la ciudad, rápidamente corrió la noticia que, a lo largo del extenso valle, un ejército compuesto por miles y miles de guerreros, como nunca habían sido testigos, marchaba dirección a ellos. Muy pronto tendrían al temido Aníbal ante sus ojos, muy pronto se iniciaría esa cruenta batalla de la que todos hablaban. La población se había convencido que sólo tendrían que resistir hasta la llegada de sus aliados los romanos. Hasta entonces, las defensas debían contenerlos.
Nada más llegar el general cartaginés al campo de batalla, empezó a evaluar la situación; para sorpresa de todos, no vestía con ropaje llamativa que lo diferenciaba del resto de sus hombres; eso sí, montaba un fabuloso animal. Aparte del imponente oppidum que se había propuesto conquistar, lo primero que observó el Bárquida fue la tala de árboles llevada a cabo en las inmediaciones. Rio para sí, lo esperaba. – Mira que son predecibles estos pueblos de la Iberia. – comentó de forma jocosa al cuerpo de guardia que lo escoltaba en esos momentos. Después del revés sufrido cuando el asedio a Carthala Althea, donde se vio obligado a improvisar y a cambiar sus planes sobre la marcha al encontrarse la masa forestal arrasada, había aprendido a ser más precavido y cauto con los pueblos indígenas. En esta ocasión, Aníbal, en el último momento antes de la partida, decidió incluir en el bagaje todo el armamento pesado y la balista que almacenaba en los hangares de Qart Hadast. Ahora se felicitada por su acertada decisión.
Estaba claro que, con la destrucción de toda esa madera, los responsables de la ciudad habían intentado que no pudiera utilizar sus recursos contra ellos; buscaban impedir, de alguna forma, que no se construyeran las máquinas de guerra que pudiera precisar en el ataque. Pero Aníbal no tenía intención alguna de prolongar el asedio más de lo necesario, ni tampoco pasar el siguiente invierno a la espera de una rendición forzada de los saguntinos. Estaba dentro de las previsiones que la población se hubiese abastecido de alimentos y aguas suficientes para resistir durante una larga temporada. Por ello, sopesando la posibilidad de necesitar más madera, hizo llamar al responsable del cuerpo especial de zapadores africanos para que, de inmediato, partiera a la búsqueda de los bosques más cercanos y empezara a aprovisionar al ejército de materia prima.
Allí mismo descabalgó de su formidable montura e hizo llamar a todos sus oficiales de mayor rango. Sobre el terreno, sin un minuto que perder, empezó a impartir las primeras órdenes. – Maharbal, necesito que tus hombres terminen de devastar el resto de campos próximos al oppidum, debemos privar a la ciudad de cualquier sustento que pueda quedar. Asegúrate que sólo se mantienen las cosechas de retaguardia, las cuales utilizaremos para los nuestros. Hemos llegado en pleno periodo de recolección y hay que aprovechar, convenientemente, sus frutos.
El comandante de la caballería númida asintió disciplinado, partiendo de inmediato a trasladar la orden a su caballería ligera. – Quiero que se excave un foso bien profundo con el que podamos rodear a la ciudad. Con la tierra extraída, vamos a levantar una empalizada coronada con abundantes estacas. Además, a intervalos cortos, quiero que se construyan puestos de vigilancia; nos aseguraremos del completo aislamiento de Arse, de impedir la salida de correos solicitando ayudas y de imposibilitar la entrada de cualquier tipo de apoyo que pudieran recibir. Todos aquellos que no trabajen en los preparativos del cerco, los quiero montando ingenios y lo quiero para ya.- Con estas últimas palabras, Aníbal, sin añadir nada más, se retiró a su tienda que ya había sido preparada. Protegidos tras las murallas, la población de Sagunto observaba impotente el inicio del fatal asedio que tanto habían temido en los últimos años.
Por mi parte, me negué a permanecer impasible contemplando cómo los púnicos nos rodeaban, así que decidí salir en busca de cualquier responsable de la ciudad con el que pudiera tratar mi deseo expreso de abandonar esa ratonera en la que se había convertido Arse. Entonces me crucé con el viejo Isbatoris. – El es una persona sensata y razonable. – pensé. – Sabrá entender mi situación.
Cuando le trasladé mis preocupaciones, su respuesta me pilló a contrapié, aunque tal vez no su reacción. – Sabes perfectamente que las poternas han sido cegadas por seguridad y sólo podrías utilizar los accesos principales, algo que preveo bastante complicado dadas las circunstancias. Parece que ya han iniciado las labores de asedio, así que, ¿hasta dónde pretendes llegar? – Me miró inquisitivo. – Tal vez podrías salir por la puerta principal e intentar convencer al cartaginés que eres un mercader edetano y no un ciudadano de este pueblo, por lo que sólo debes obediencia a tu régulo Edecón, su súbdito, y no al Consejo de esta ciudad. O también, y esto aún no te lo has planteado, podrías permanecer con nosotros y ayudar.
– Sabes perfectamente que no se combatir, Isbatoris. – Me desesperaba no ver salida a mi problema. – Lo mío son los negocios, los acuerdo y creo que ya ni eso, pues no debería estar aquí, encerrado entre estos muros.
– Tal vez sea cierto que no sepas esgrimir una falcata o protegerte con un scutum o una caetra, como haría cualquiera de nuestros guerreros – Me contestó Isbatoris. – Pero también no es menos cierto que puedes ser de gran utilidad en la construcción de las defensas internas, como hacemos todos nosotros para los que el tiempo de las armas pasó. Pero si tampoco se te da bien levantar murallas, nos podrías ayudar en la fabricación de sillares, cargando y descargando barro como hacen las mujeres y los niños. Unos brazos fuertes siempre son bien recibidos. – Y sin querer dedicar más tiempo a esta absurda conversación, Isbatoris continuó su camino dejándome, apesadumbrado, intentando aceptar mi destino.
A su regreso, el líder de la caballería númida buscó la tienda de su general situada en el espacio comprendido entre las murallas de Sagunto y las obras del parapeto del cerco. Maharbal llegaba para hacerle entrega de los primeros informes tras acabar de arrasar las mieses de los alrededores del cerro. Como se le había ordenado, sus hombres aprovecharon las incursiones en nuestros campos para comprobar el estado real de las defensas a las que debían enfrentarse.
En esos momentos, Aníbal se encontraba reunido con los hombres de mando de su ejército. Ante la plana mayor, fue informado que las murallas de Arse se asentaban directamente sobre la propia roca madre, lo que complicaría las labores de zapa en caso de alargarse la campaña e intentar expugnarlas mediante este método. Por otro lado, la ciudad se levantaba sobre un enorme cerro elevado – en la parte más alta se situaba la ciudadela – con pendientes muy pronunciadas, lo que dificultaba también la aproximación de los ingenios. En cambio, era la zona abierta al valle, en el extremo norte del altozano donde se encontraba el acceso principal al recinto. Era este el lugar en el que, a priori, parecía más cómodo intentar un asalto directo. Aunque, eso sí, los sitiados se habían esforzado todo este tiempo en mejorar las defensas de esa posición en concreto. Han ganado altura a los muros de esta parte y la han sabido proteger con una gran torre que han debido levantar no hace mucho. – Continuaba Maharbal exponiendo sus conclusiones.
Aníbal escuchaba atento las explicaciones del comandante númida. Sería allí, en ese punto en concreto al que se refería el jefe de la caballería, donde concentraría la mayor intensidad de sus ataques e invertiría los mayores esfuerzos para intentar la toma de la ciudad. – Que los líderes de los clanes nativos reúnan a sus hombres. Atacaremos por aquí, por aquí y por aquí. – Concluyó el Bárcida señalando tres puntos alejados unos de otros sobre un dibujo improvisado en la tierra. Con esta decisión había logrado sorprender a los presentes en la improvisada reunión y, lo más extraño, dos de dichos puntos se distanciaban por completo de la zona de las murallas que se habían previsto atacar. ¿Qué sentido tenía dividir el potencial ofensivo?, se preguntó más de uno tras finalizar la reunión.
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