El desastre de al-Araq (IV)
Los yelmos de los castellanos ya se reconocían a la distancia. Abu Yahya, el jeque almohade, a voz en cuello gritó su primera orden. Entonces los estandartes califales se agitaron, señal que fue interpretada, rápidamente, por los jefes de las diferentes cábilas que pasaron a transmitirla a sus hombres. En una impecable maniobra sincronizada, al unísono las líneas de lanceros más avanzados hincaron rodilla en tierra y, pertrechados tras sus escudos, asomaron picas hacia el exterior, clavando el otro extremo de las astas en el suelo.
Sin tiempo que perder, el jeque almohade gritó una segunda orden. Todos los arqueros y ballesteros de a pie, que formaban la segunda línea de infantería, pasaron a cargar sus armas con las saetas de los carcajes; a tensar las finas cuerdas buscando objetivo en el horizonte; y a disparar una intensa lluvia de dardos que causó las primeras bajas entre castellanos y cabalgaduras.
Sobre los campos de Alarcos cayeron abatidos los primeros cristianos fruto de los daños causados por la batida de flechas. Este hecho generaría una gran tensión entre los miembros que componían la primera carga castellana, la cual, tras recomponerse, continuó avanzando a galope hacia la vanguardia sarracena. Echados los cuerpos hacia adelante, sus brazos mantenían firmes la armas a la espera de impactar contra la muralla infiel.
Antes de que las pesadas lanzas alcanzaran su objetivo, una segunda andanada de piedras y dardos sobrevoló por encima de las cabezas de los piqueros musulmanes arrodillados en tierra. Se trataba de los honderos y lanzadores de jabalina que, apoyados nuevamente por los arqueros, acometieron contra la caballería cristiana antes de que ésta se les echara encima.
Como si del final de los tiempos se tratara, las fuerzas castellanas impactaron frontalmente contra el bloque de lanzas enemigas. Los voluntarios de la fe, aquellos que habían acudido en respuesta a la llamada de la Guerra Santa, fueron los primeros en encontrar el ansiado martirio y adelantar su buenaventura, pues gran cantidad de cuerpos y armas saltaron por los aires. Nuestros jinetes, aprovechando toda la fuerza canalizada a lo largo de la intensa galopada, consiguió golpear rotundamente contra el enemigo estático.
Tras este violento choque, la acometida cristiana quedó absorbida por la estructura musulmana cerrada, cual pesquería en interior de almadraba, donde el resto de líneas situadas detrás de los más avanzados impedía que sus peones pudieran moverse o retirarse. Esta situación inesperada obligó a los caballeros de don Alfonso aplicarse como verdaderos jabatos, desenvainando sus pesadas espadas de doble filo para asestar mandobles por doquier con los que intentar acuchillar y golpear cualquier resistencia que se le viniera al paso. Debían zafarse de su presa lo antes posible, realizar un rápido repliegue para volver a iniciar una nueva carga desde las alturas del cerro. Pero el obstáculo que suponía la masa humana los absorbía sin remedio alguno.
Una y otra vez la infantería sarracena aguantaba firme cada una de las envestidas que recibía por parte de las cargas cristianas que, sin respiro, arremetían constantemente. Caían los lanceros infieles como naipes, como piezas en un tablero de ajedrez, pero sus muertos y heridos eran reemplazados a la par por las nuevas filas contiguas. Conforme se fue aligerando el conjunto de vanguardia, Abu Yahya ejecutó una nueva orden con la que iniciar el siguiente movimiento. Así, volvieron a ondearse los estandartes califales blancos en el campo de batalla, en esta ocasión dirigidas a la caballería ligera agzaz. Entraba en liza la siguiente maniobra musulmana.
El primer cometido de estos arqueros kurdos fue el de apoyar con sus saetas la llegada en tromba de las cargas castellanas antes de impactar contra el frente de su ejército. Sus dardos debían colaborar en el debilitamiento de nuestra ofensiva, tal y como llevaban haciendo los infantes, con arcos y ballestas, desde el inicio de la contienda. Pero sería después de la irrupción cristiana, justo tras la retirada, cuando el jeque almohade buscara otorgarles un mayor protagonismo en la batalla. Fue en estos precisos momentos cuando las tropas de Abu Yusuf Yakub pasaron de una estrategia claramente defensiva a otra plenamente ofensiva. La provocación es un arte de la guerra que bien conocen y dominan los jinetes agzaz. ¡Cuánta ira y dolor desprende mi mano a la hora de narrar estas crónicas!
Cuando los haces de don Alfonso volvieron a impactar contra la delantera infiel, procedieron a retirarse hacia la parte más alta de la colina, tal y como habían actuado hasta entonces siguiendo las directrices reales. Pero, de repente, y a diferencia de las anteriores ocasiones, la caballería ligera kurda, expertos en la técnica del ataque y retirada, espolearon sus pequeñas monturas para salir de los bloques compactos y precipitarse sobre la retirada cristiana. Los castellanos, al detectar la presencia de un enemigo fácil de abatir, galoparon hacia ellos blandiendo sus armas.
Esta imprevista decisión propició que los caballeros castellanos se alejaran de sus recorridos naturales de retorno y quedaran dispersos por el campo de batalla. Para sorpresa de estos, aislados e indefensos, los jinetes kurdos volvieron grupas sobre ellos y contraatacaron disparando sus infames dardos con los que lograron dar muerte a gran número de los nuestros. A partir de esos momentos, pocos eran los cristianos que, tras atacar la vanguardia sarracena, lograban regresar a su posición de partida. La caballería agzaz, conforme iba cumpliendo con su cometido, tornaba apresuradamente al bloque principal enemigo para continuar hostigando con sus arcos las acometidas de las nuevas cargas. Esta huida fingida, como se la conoce, daba sus frutos logrando que nuestros caballeros se desesperaran y desordenaran.
Tardaron las espadas de don Alfonso en detectar la nueva estrategia planteada por los almohades. Decir que a las laderas del cerro de Alarcos cada vez regresaban menos castellanos y no era sólo por los caídos durante nuestras constantes arremetidas, sino también por la pérdida de hombres que sufrían las unidades por los ataques de su caballería ligera.
El muro humano que había levantado El Califa, como base principal de su estrategia, parecía estar a punto de desmoronarse. Tras él, por fín, nuestras espadas tendrían alcance a los ansiados ejércitos almohades, aquellos contra quienes realmente se debían batir y no con la chusma que lo hacía desde hora bien temprana; sudor y sangre habían corrido en los campos de Alarcos hasta lograr la añorada liza. Debíamos contratacar, y pronto, si se quería mantener la iniciativa en la batalla. Entonces don Diego dio instrucciones al abanderado para que el pendón real volviera a transmitir una nueva orden. Todos los caballeros debían cabalgar juntos y compactos en un gran ataque en bloque definitivo.
Consciente de que esta decisión pronto se tomaría, Abu Yahya no tardó en comunicar a los suyos cuál sería nuestro siguiente movimiento; su decisión y determinación constataba el gran conocimiento que tenían los sarracenos sobre nuestra forma de afrontar la contienda. Ya en frío no me cabe la menor duda que los moabitas, las tropas andalusíes, mucho tuvieron que ver en ello.
En un principio nada parecía cambiar dentro de la composición inicial del ejército de Yusuf: la vanguardia adelantada con la infantería y sus lanzas en ristre; junto a ellos los arqueros y el apoyo de los jinetes kurdos. Al fondo, el cuerpo almohade con las dos alas dispuestas y aún sin implicarse en combate. Se inició la enorme galopada cristiana con el grueso de la caballería pesada; a ella acudía el alférez real acompañado de todos sus caballeros. La élite de don Alfonso, sus mejores espadas, se habían puesto en marcha en lo que sería un ataque imparable, el definitivo. Todos en una para intentar desbaratar la tupida red tejida por los infieles a la hora de afrontar el encuentro. De todas las batallas, razzias o cabalgadas que habían tenido lugar hasta ese momento, nunca se había ejecutado una ofensiva de tal magnitud en los territorios de la Marca Media.
Las consecuencias para las primeras líneas sarracenas fueron devastadoras. Los peones infieles caían aplastados sin esfuerzo alguno bajo el rodillo implacable de los castellanos; sus cuerpos mutilados se hundían en el lodo de tierra y sangre que se había convertido esta parte del escenario bélico.
Y Abu Yahya contraatacó cuando su enorme ejército disciplinado más esperaba la nueva orden. Las filas de infantes y caballería ligera se retiraron del frente, abriendo un enorme pasillo para que los nuestros pudieran alcanzar el cuerpo central almohade. Fue así como, momentáneamente, se contuvo nuestro ataque, diluyéndose la potencia de la carga drásticamente. Y fue allí, en espacio reducido, donde se entabló un atroz combate, cuerpo a cuerpo, contra la élite enemiga.
A partir de esos instantes dejó de existir cualquier tipo de estrategia, maniobra u orden entre las huestes castellanas; se perdió la comunicación entre oficiales y subordinados. Todo quedaba a expensas de una lucha encarnizada, donde la supervivencia de cada uno de nosotros dependía exclusivamente de sí mismo, de su valor, de su coraje. De su fuerza y de su pericia a la hora de acertar con los tajos asestados al infiel, de su técnica en la lucha cuando los adversarios nos rodeaban con sus ojos inyectados en sangre para arrebatarnos la vida. Sólo quedaba golpear, tajar y pinchar, siempre más y mejor, cara a cara frente al adversario sintiendo el olor de su sudor, de su aliento al respirar, y sin apenas posibilidades de enmendar cualquier error. Cada castellano quedaba completamente aislado, inmerso en una refriega espesa de hombres y caballos, sobre las monturas o derribadas de ellas, intentando causar tanto daño dónde y cómo podía. En tan vasto campo como el de Alarcos, el espacio de cada caballero era infinitamente reducido.
Inmersos en la batalla como estábamos, aún no nos habíamos percatado, pero las huestes de don Alfonso habían perdido toda iniciativa en el combate.
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