El desastre de al-Araq (III)
“… que todos los que he consultado antes que a vosotros, aunque son los primeros por su valor, por su pericia en las guerras y por su esfuerzo y poder, no conocen la manera de guerrear de los cristianos como vosotros, que sois sus vecinos y estáis acostumbrados a combatirlos y sabéis de sus estratagemas y costumbras.”. (Libro de la increíble historia de los reyes de al-Andalus y Marruecos. Autor: Ibn Idhari)
A mediados del séptimo mes del año de nuestro Señor de 1195, llegaba hasta la fortaleza de Alarcos don Alfonso el de Castilla encabezando las mesnadas reales que habían acudido a su llamamiento de armas. Lo acompañaban los obispos de las villas de Ávila, Segovia y Sigüenza, así como demás gentes del reino.
En la plaza de Guadalerzas se había unido al contingente cristiano el Maestre de la Orden de Santiago, don Gonzalo Rodríguez, junto con sus milites y soldadescas disponibles. Así lo hacía también don Nuño Pérez de Quiñones, Maestre de los calatraveños, con las espadas que pudo reunir en Malagón. Para sorpresa de todos, otro que también acudió a este llamamiento real fue don Gonzalo Veigas, gran Maestre de los de Évora, quien se presentó ricamente enlorigado en compañía de una valiosa representación de hermanos.
Como ya anunciaba, el de Castilla se presentaba en las inmediaciones de la plaza fuerte con idea de entablar batalla campal contra los sarracenos venidos del otro lado del mar y alejar, de este modo, toda amenaza fuera de sus tierras.
No acudía don Alfonso a los campos de Alarcos como en años anteriores, en aquellos tiempos en los que se personaba para supervisar las obras de la gran villa que había ordenado construir alrededor de su plaza fronteriza. Por lo menos así lo debieron de intuir los pobladores cuando, desde el horizonte, vieron aparecer ingente número de estandartes, pendones y demás insignias pertenecientes a tan ilustres casas y apellidos. En su mayoría, eran estos habitantes mozárabes expulsados de al-Andalus y acogidos ahora en territorio de frontera.
En esos días, Castilla se encontraba inmersa en un proceso generalizado de mejoras para las defensas de sus fronteras. En el caso en particular de esta plaza fuerte, se amurallaba todo el recinto con pretensiones de construir una nueva ciudad que consolidara el control y dominio sobre la zona, pero tales obras aún no habían finalizado.
Durante la marcha cristiana, Yusuf III mantenía acampada sus tropas en las cercanías del Congosto, entre la plaza de Salvatierra, lugar donde había permanecido hasta entonces, y la fortaleza de al-Araq. Previo a la jornada decisiva, quiso el Califa realizar una ronda de consultas con cada uno de los líderes de sus distintas facciones; buscaba asesorarse sobre cuál podría ser el mejor planteamiento o estrategia a seguir antes de afrontar la batalla final en los campos de Alarcos. Por su tienda real pasaron los jeques almohades, árabes, zanatas y demás representantes de las cábilas bereberes. Hizo llamar a los caídes andalusíes, a quienes confesó que su voz también se tendría muy en cuenta, ya que eran quienes mejor conocían al enemigo contra el que debían batirse. Yusuf requirió un plan de ataque y así le fue expuesto.
Ya en privado, y acompañado únicamente con los jeques de mayor confianza como eran el hintatí Abu Yahya ben Abu Hafs y el árabe Sharmun b. Riyah entre otros, se concretaron dos cuestiones que, en los momentos finales, resultarían decisivas para el devenir de la contienda: una de ellas estaba relacionada con la jornada propicia para el encuentro. En los reales del califa almohade se concluyó que no batallarían al día siguiente, tal y como esperaba el monarca cristianoque ocurriera. En su lugar, formarían su ejército a la segunda jornada, después que la dureza del sol y la sed hicieran mella sobre el contingente castellano y los debilitara. En este día previo al choque, sus hombres sólo se dedicarían a revisar las armas y a prepararse física y espiritualmente para el juicio que iban a celebrar ante su dios.
El otro asunto planteado, aún en contra de la voluntad del propio Yusuf que buscaba resarcirse por la afrenta sufrida, era que, durante el transcurso de la contienda, el Califa debía mantenerse en retaguardia junto con el cuerpo de reserva almohade; no lideraría la vanguardia central donde se presumía que recibirían mayor castigo. En este sentido, los jeques insistieron a Yusuf que ocupara la parte más retrasada acompañado por las fuerzas selectas, tanto por seguridad, como por la necesidad de apoyo que pudieran precisar. Era primordial que permaneciera en esa posición cuando se produjera el encuentro con el fin de asegurar el cierre de líneas y sólo acudiría allí donde alguno de los cuerpos pudiera quedar debilitado. Abu Yahya con su cábila de hintatas sería el que comandaría el cuerpo avanzado del ejército musulmán.
18 de julio, al despuntar el alba y en previsión al glorioso encuentro de armas que tendría lugar en tierras de frontera, don Alfonso dio orden para que todos los suyos se presentaran armados y correctamente ataviados en el campo de batalla. Este era el gran día para el de Castilla, una jornada bendecida por nuestro Señor redentor. Pero, para sorpresa de todos, el califa almohade finalmente no se presentó. Después de guardar la formación desde el amanecer hasta mediodía, cansados por el peso de los hierros, extenuados y sedientos debido al insufrible calor que en esa mañana se vivió, el rey castellano volvió a ordenar que caballeros y peones regresaran a sus tiendas y se mantuviera la extrema vigilancia.
Aun con la fatiga acumulada de permanecer bajo el sol abrasador, de regreso a los reales se podía escuchar las chanzas y mofas de nuestros peones. Entre risas y jolgorios se insinuaba que los infieles habían renunciado entablar batalla tras conocer los efectivos que nuestro monarca había conseguido reunir a las puertas de Alarcos. ¡Pero qué pagados de gloria y alejados de la realidad nos encontrábamos!
Lo único claro de todo lo acontecido en esa inusitada jornada fue que ni nuestro rey, ni ninguno de sus sabios consejeros, conocían cuáles eran las verdaderas intenciones de los norteafricanos. Todavía peor, a esas horas aún se ignoraba la magnitud del ejército que Yusuf había conseguido mover hasta los límites del reino, algo que pudimos comprobar en persona con nuestro sudor y sangre a la mañana siguiente.
Madrugada del 19 de julio del año de nuestro señor de 1195, los enemigos de Cristo se preparaban para la guerra. En el campamento sarraceno se ultimaban los preparativos para acudir al encuentro de los cristianos; se impartían instrucciones para que cualquier impedimenta innecesaria fuera abandonada y todos los hombres empezaran a ordenar filas. Con el ejército musulmán dispuesto, lentamente iniciaron la marcha. Cada cábila era precedida por su respectiva insignia identificativa. Los contingentes almohades portaban al frente las blancas enseñas reales, en las cuales se podía leer en la lengua sarracena: «No hay más Dios que Alláh; Mahoma es el profeta de Alláh; No hay vencedor sin Alláh.«.
Conforme avanzaban a paso firme, iniciaron su peculiar modo de encarar una contienda: sonidos de trompetas, tambores y un sin fin de alaridos rompieron el silencio del amanecer. Mantuvieron el ritmo constante de la marcha hasta situarse a una distancia que no sería mayor a la de dos flechas y allí se detuvieron, siempre bajo el ruido ensordecedor de su música. En nuestro campamento, todos despertaron de forma repentina ante la gran sorpresa. ¡Los musulmanes habían tomado la iniciativa en la batalla!
En la distancia se podía escuchar a los líderes tribales gritando e impartiendo órdenes a sus respectivas huestes. Mientras, los predicadores y pregoneros daban ánimo a los combatientes exhortándolos para que tuviesen a su Dios en los corazones. Constantemente repetían la misma proclama: «O conseguís el martirio y el paraíso, o el mérito y el botín.«.
Como cabe imaginar, toda esta algarabía de trompetas, tambores, gritos y rezos cogió por sorpresa al campamento cristiano, donde, con toda la premura que se pudo, saltó la voz de alarma. Cuentan algunos de los supervivientes que en esos momentos se vivió un gran desorden y confusión entre las filas castellanas, fruto de lo inesperado y la precipitación. De forma improvisada se daban instrucciones, pero, a continuación, se impartían las contraórdenes; los hombres abandonaban sus tiendas sin tener claro lo que estaba sucediendo o hacia dónde debían acudir. Caballeros y peones corrían de un lado a otro a medio vestir, intentando cubrir sus cuerpos con todo el hierro que encontraban. Yelmos y mallas se recogían por doquier, a la vez que se aprovisionaban con cualquier material de guerra.
Era palpable la gran desorganización cristiana cuando las fuerzas salieron al campo, circunstancia esta que marcaría, irremediablemente, el transcurso de la batalla. En las caras de muchos de nosotros se podía leer el terror ante la mirada puesta en el ejército enemigo que continuaba ocupando sus posiciones de manera clara y ordenada, levantando un gigantesco muro en la distancia a base de hombres y bestias. En esos instantes no quedaba muy claro cuál sería la estrategia a seguir frente a los musulmanes y nuestras enseñas y pendones seguían sin transmitir instrucciones concisas. El ruido de trompetas y tambores no cesaba.
A grandes galopadas retornaron los primeros oteadores que habían sido enviados para evaluar la situación; portaban informes sobre la disposición adoptada por el Califa en el campo de batalla. Parece ser que Yusuf había dividido su impresionante ejército en dos cuerpos principales. Por los estandartes que ondeaban al viento y el color de sus ropajes parecía como si en vanguardia el líder musulmán presentara a los voluntarios de la fe junto con el resto de infantería y caballería ligera. Tras este primer bloque, un cuerpo central de caballería pesada; las insignias blancas delataban su procedencia almohade, el núcleo duro africano. Pero no sería hasta adelantados por las sendas del altozano, antes de ser descubiertos y hostigados por los arqueros a caballo, cuando pudieron identificar los pendones califales constituyendo un segundo cuerpo. Tras un montículo y en la retaguardia del cuerpo principal almohade se encontraba el rey musulmán junto a las tropas de su guardia selecta.
Parecía como si el Califa rehuyera el combate directo y utilizara al grueso de su infantería como escudo de protección. Esta forma de encarar la batalla obligaba primero a nuestra caballería el concentrar sus esfuerzos para derribar la muralla humana si quería poner al descubierto al monarca norteafricano. Mientras en los reales de don Alfonso se debatía la mejor estrategia para afrontar la contienda, los musulmanes terminaban de ocupar sus posiciones. Lo hacían según el bloque tribal dentro de su cábila dependiente, conservando la unidad y coherencia y respetando el mando jerárquico interno: andalusíes, árabes, margrawas, meriníes, zanatas, tudjníes, masmudíes, gomaras, hintatas y agzaz estaban listos para combatir. Los jeques gritaban las últimas órdenes en un intento vano por hacerse oír.
En el cerro inmediato a la plaza, lugar donde se había improvisado el consejo real, aún seguían acudiendo nobles ajustándose las manoplas, las brafoneras o los yelmos sobre el capuchón de malla. Pero por fin parecía organizado el ejército castellano y concretado cómo entablar batalla contra su rival: la élite de la caballería pesada con apoyo de los caballeros de Calatrava, de Santiago y las huestes del arzobispo don Martín, actuaría como fuerza de choque contra la vanguardia musulmana. Los comandaría el alférez real, don Diego López de Haro, quién sería el encargado de portar el pendón de Castilla. Las cargas debían ser frontales y su ejecución progresiva, siempre en bloques compactos, hasta conseguir romper las filas enemigas y alcanzar la retaguardia donde Yusuf se encontraba escondido. Atrás, a la zaga y protegiendo la ciudadela, el rey, junto a sus caballeros, al mando del resto del ejército formado por la infantería y los cuerpos de honderos, ballesteros y arqueros. Estos últimos serían los encargados de proporcionar la cobertura precisa a las cargas de caballería con sus armas arrojadizas. El encuentro campal se había decidido a campo abierto, siendo las obras de la nueva ciudad testigo de excepción de la gran batalla.
Resueltas las dudas y concretadas las instrucciones a seguir, por fin los pendones cristianos empezaron a impartir las primeras órdenes a sus huestes. Desplegados sobre las laderas de los cerros, la élite de la caballería pesada aguardaba, bien enlorigada, el inicio de la ofensiva que debía ejecutar el alférez. Armados, con asta y espadas, algunos aprovechaban para terminar de ajustar sus armaduras o las protecciones de sus cabalgaduras. Sus caras eran el reflejo de la absoluta seriedad.
Y de repente el ruido de trompetas y tambores, proveniente del otro lado del campo, cesó. Un silencio sepulcral se apoderó de los campos de Alarcos. La quietud previa al choque sólo se vio interrumpida por el sonido de los paños bordados rompiendo al viento; el piafar de unas monturas nerviosas que golpeaban la tierra con sus cascos; el tintinear propio del metal provocado por el golpeteo de las armas sobre las protecciones; o el susurrar entre dientes en el recital de plegarias que algunos caballeros realizaban encomendándose a Cristo, nuestro señor redentor. Tuvo que ser en ese preciso momento cuando se escuchara el comentario desleal que partía de boca de algunos caballeros de don Diego y cuyas palabras, mal elegidas, no sólo llegaron a oídos del alférez sino también al de otros nobles que junto a ellos se encontraban presentes. Así lo atestiguan los hombres que han encontrado cobijo tras las murallas de Consuegra. Según relatan, las valerosas espadas del de Vizcaya se quejaron del suicidio que suponía este encuentro y la mala decisión que había supuesto no esperar a los de León, ni a los de Navarra. Nunca se había tenido conocimiento del verdadero ejército al que debían enfrentarse; la desconfianza reinante entre los monarcas cristianos acarrearía la destrucción definitiva de sus ciudades y la pérdida, bajo el afilado alfanje musulmán, de aquellas tierras conquistadas.
Al final de la explanada, al otro lado del campo, el contingente musulmán esperaba la irrupción de las lanzas cristianas. Sus cuadros estáticos, inamovibles, no realizaban movimiento alguno. En uno y otro bando, las insignias ondeaban al viento, agitadas por el intenso aire de esa mañana de julio. Entonces el abanderado de don Rodrigo izó en alto el pendón real, agitándolo, con lo que daba comienzo la batalla.
Un grupo selecto y bien nutrido de caballeros cristianos se adelantó al resto de líneas con las puntas de sus lanzas mirando al cielo; el porte sobre sus monturas era majestuoso. Las bestias, de gran tamaño y cubiertas de hierro hasta sus patas, no eran más que una prolongación de estos jinetes enlorigados; eran como un todo en un único cuerpo. Con sus pies bien asentados en los estribos, conseguían mantenerse erguidos sobre la silla mientras se bamboleaban levemente dejándose llevar por el paso del animal.
Avanzó esta primera fila de caballería una distancia corta, pausados y sin prisas. Ya preparados, iniciaron el trote para, a continuación, espolear sus monturas y empezar a ganar velocidad conforme descendían colina abajo. La carga sería dirigida contra la vanguardia enemiga, tal y como estaba previsto. En el transcurso de la carrera, a la vez que las cabalgaduras iban adquiriendo fuerza en su galope, los caballeros colocaban sus lanzas en ristre hasta apuntarlas directamente hacia el frente, apoyándose sobre el antebrazo y sujetándolas bajo la axila.
La vanguardia del ejército de Yusuf permanecía quieta, impasible; nadie se movía de sus posiciones y nadie daba un paso hacia atrás. Tampoco había órdenes por parte de los líderes. Las primeras líneas del ejército sarraceno sólo quedaba a la espera paciente bajo un semblante que denotaba terror.
A mitad del recorrido, bajo una inmensa nube de polvo, la primera carga castellana ya estaba preparada para el impacto frontal contra las líneas musulmanas más avanzadas; restaba tomar algo más de potencia con las monturas para la distancia a cubrir. Desde las laderas de Alarcos, un segundo cuerpo de caballeros se preparaba para la siguiente carga. Se esperaba, por tanto, un ataque cristiano en oleadas continuas con el propósito de romper el muro humano que habían levantado los musulmanes y alcanzar el bloque central donde aguardaba la élite almohade.
Autor: Javier Nero.
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