Santuario íbero-romano de Torreparedones. Baena, Córdoba
Daleninar se despertó antes de romper el alba; entre los picos montañosos del horizonte aún no asomaban los primeros rayos de luz. Su esposo dormía plácidamente sobre el jergón de paja seca acomodado en la estancia y las dos pequeñas parecían inmersas en sus dulces sueños infantiles.
Se vistió con su túnica de lana decorada con cenefas intentando hacer el menor ruido posible; la prenda quedaría ceñida finalmente a la cintura después de ajustarse un cinturón de cuero. Una vez calzadas las sandalias de esparto, buscó en el interior de unas vasijas el brazalete y la pulsera que pudiera utilizar como complemento. A continuación, pasó a colocarse el sagum, sujetándolo con la fíbula sobre su hombro izquierdo, y a cubrirse la cabeza con una toga que dejó caer a sus espaldas hasta que alcanzó la altura de los tobillos. Durante el transcurso de la corta noche había estado meditando cómo se presentaría ante el sacerdote; no quería que dudara de sus sinceras intenciones. Sentía que el paso que iba a dar era verdaderamente importante para ella. Sólo faltaba recoger un cuenco y encender el lucernario de aceite antes de salir al exterior.
Pulcramente ataviada, abandonó la vivienda cerrando la puerta con especial cuidado. Las calles de Ituci permanecían aún desiertas; no había presencia alguna de sus habitantes. Todos dormían mientras el cielo estrellado seguía cubriendo con su manto los edificios del oppidum. Con pasos cortos, pero decididos, inició su marcha ladera abajo por el camino de tierra batida que conectaba con el centro de la ciudad. – «No debo llegar tarde.» – pensaba la mujer turdetana mientras los últimos acontecimientos se revivían en su cabeza una y otra vez.
Como en el resto de asentamientos cercanos, a la tranquila ciudad de Ituci había acudido la mañana anterior el itálico Tito Labieno. Lo había hecho acompañado de una escuadra de jinetes con la intención de reunirse con el gobierno local para pedirles o, en su caso, exigirles, dependiendo del grado de cortesía con el que se le recibiera, hombres en edad de combatir que sirvieran de apoyo a sus legiones. La noticia había saltado rápidamente entre la población y en pocas horas fueron reunidos los candidatos en la plaza del poblado. El esposo de Daleninar era uno de los guerreros de Ituci, considerado por todos como el más bravo y leal entre ellos. Tras ser informado del llamamiento a la lucha, no había dudado un instante en ataviarse con sus mejores galas de combate y acudir eufórico al lugar del encuentro. Esto último ocurría justo en el momento en el que su mujer buscaba confesarle la nueva de que llevaba semanas sin sangrar; intuía que se encontraba en cinta.
El camino confluía en la plaza pública. En este mismo lugar fue donde su marido, el día anterior, había estado bromeando con sus compañeros de armas y burlándose de los jóvenes pastores que se habían visto obligados a presentarse para el reclutamiento forzoso. Entre risas y chanzas les sugerían mantenerse tras sus espaldas para que no sintieran temor alguno. Ingenua, ella también participó de esos momentos de risas previos a la partida.
Pero no quiso detenerse y dedicar más tiempo a esos recuerdos; tenía que llegar al santuario lo antes posible. Allí la esperaba el sacerdote a las primeras luces del alba, tal y como habían acordado. Tras atravesar las estrechas calles que recorrían la plaza, giró en dirección a la puerta occidental de la ciudad. El templo quedaba situado a extramuros de la ciudad por su extremo meridional y esta salida era la más próxima; debía caminar bordeando las murallas defensivas del oppidum por su cara exterior para poder llegar a él.
El sacerdos le había informado que para la ceremonia a celebrar era imprescindible una ofrenda de luz a la diosa. Además, debía portar agua recogida de los manantiales próximos con la que pudiera realizar el ritual en su nombre. Por este motivo, Daleninar había tenido mucho reparo de que no se le apagase la llama del lucernario a lo largo de todo el camino y, tras alcanzar el extremo sur de la ciudad, descendió unos trescientos metros hasta llegar a la fuente y rellenar el cuenco con el agua que llevaría al santuario.
Al sumergir la mano en las aguas, una sensación extraña recorrió su cuerpo. Esperaba que estuviesen más frías a esas horas de la noche y, en cambio, notaba casi el mismo calor que a plena luz del día. Estos manantiales de aguas sanadoras no eran fruto de ningún ingenio por parte de los colonos itálicos. Todo lo contrario, recordaba cómo de pequeña su madre le contaba que hasta ellas llegaban gentes de todos los rincones; fieles que acudían para aliviar sus dolencias e intentar sanar sus cuerpos maltrechos por el paso del tiempo. Incluso la noticia de la inminente constitución de levas hizo que muchos viejos guerreros, ardientes en deseo de participar en combate, se acercaran a estos manantiales para apaciguar sus molestias de brazos y piernas. En las aguas se sumergían o practicaban libaciones para realizar, a continuación, una ofrenda a Dea Caelestis en gratitud.
A ella todo esto siempre le había parecido un verdadero absurdo, no entendía por qué la población corría a abrazar una nueva diosa extranjera y se desprendía tan rápido de aquella a la que siempre le habían encomendado sus vidas y las de sus seres queridos. Les reprochaba cómo se habían olvidado de Tanit y dejado en desuso su antiguo templo. Siempre había defendido esta creencia, hasta esa noche.
Entonces volvió a acordarse de su marido y su deseo de tener un primogénito a quien trasmitirle todos sus conocimientos en el arte de la guerra. Habían nacido dos hijas y, aunque las amaba con toda pasión, siempre le echaba en cara el no haber parido un varón a quien enseñar a montar a caballo, a utilizar las armas de combate, a defenderse cuando los enemigos le superasen en número y, en fin, a todo aquello que hacían de él uno de los guerreros más valerosos de Ituci. Este fue el motivo real por el que Daleninar había dejado a un lado su orgullo; fue la misma mañana en la que todos los hombres debían presentarse en la plaza cuando decidió acudir al sacerdote y pedirle ayuda. Necesitaba que su futuro hijo fuera el varón que tanto deseaba su marido. Con mucho cuidado recogió el lucernario encendido que había depositado sobre la fría hierba y decidida, volvió a ascender ladera arriba.
Por fin había llegado a los pies del santuario, estaba construido en piedra y a resguardo de la muralla. Una rampa de acceso, única vía de entrada y salida al templo, la separaba de la morada de Caelestis Iuno Lucina, tal como llamaban a la diosa en su lugar de origen. Era esta una distancia corta que definiría el pasado y el futuro de su familia y el de ella misma; el antes y el después de sus creencias de las que, de forma tan obstinada, nunca se quiso desprender.
Lo había intentado todo para complacer los deseos de su marido. Había recurrido a Tanit en multitud de ocasiones con ofrendas, rezos y súplicas. Incluso lo había hecho bañada en lágrimas, pero siempre se había sentido desoída. Ahora, desesperada y llena de temores, buscaba abrazar el calor de aquella otra que decían traía los niños a la luz. Y lo debía hacer de forma sincera, segura y sin remordimientos. En esto último había insistido mucho el sacerdote. Daleninar, paso a paso, ascendió por la escalinata hasta alcanzar el porche del edificio. Desde su altura pudo distinguir, entre sombras, la silueta del viejo templo justo al lado. Su impresión fue como si se estuviese apagando.
Alzó la cabeza para contemplar por última vez el cielo estrellado en esa noche cálida de verano. Miró hacia el horizonte comprobando que los primeros rayos de luz pronto aparecerían entre las montañas lejanas. A continuación, centró toda su atención en el majestuoso edificio sacro que quedaba enfrente. Había llegado el momento que tanto esperaba, pero que también tanto temía. Apenas una decena de peldaños le restaban para alcanzar el patio del santuario.
Se trataba de un amplio espacio rectangular también al aire libre. Sobre un banco, acabado en una gran losa, los fieles depositaban sus ofrendas fabricadas en piedra. Allí estaban las figuras votivas entregadas por los viejos guerreros que pedían a la diosa participar en el combate, representando mayoritariamente piernas. También observó como otros muchos exvotos correspondían a figuras de mujeres desnudas que habían acudido a la divinidad para solicitar favores relacionados con la fertilidad en sus matrimonios. Después de concebir a sus hijos sin problemas, volvían y entregaban sus ofrendas a modo de agradecimiento público. Otro gran banco se había instalado paralelo al muro del patio. En esta especie de mesa sería donde los fieles a Dea Caelestis realizarían sus prácticas rituales.
La puerta de acceso a la estancia sagrada quedaba instalada en el muro sur del edificio, colocada directamente sobre un umbral de piedra. En esos momentos estaba cerrada, por lo que esperó un breve lapso de tiempo hasta que se decidió a abrirla con un tímido empuje.
El interior de la cella permanecía en penumbra, iluminándose únicamente con la escasa luz que antraba desde el exterior. Un intenso olor embriagador la inundó nada más abrir la puerta. Era como si dentro estuviesen quemando perfumes o plantas aromáticas y cuya capa de humo imposibilitaba distinguir el propio entramado de vigas de madera que revestían el techo del Sancta Sanctorum. En el centro de la habitación sagrada, junto a la columna de apoyo de la cubierta, esperaba el sacerdote. Vestía túnica de rico lino blanco y un bello manto. Con un gesto afable, pero sin mediar palabra, la invitó a pasar.
Daleninar no recordaba al sacerdos con una apariencia tan femenina la mañana en la que fue a pedirle ayuda. De repente se sintió extraña, desubicada; era como si ella fuese ahora la extranjera. Sintió miedo, inseguridad. El sacerdote percibió rápidamente el conflicto que pesaba sobre la mujer, el cual no le ayudaría en el momento del ritual. Sin darle tiempo alguno, se aproximó a ella y, tomándole el cuenco con el agua, la invitó a situarse en el centro de esta sala cuadrangular.
Antes de que el sacerdote cerrara la puerta y la estancia quedara en completa oscuridad, la mujer turdetana pudo distinguir la figura femenina de Dea Caelestis. Se trataba de una columna de piedra adosada a la pared norte de la sala. Era mucho más alta que cualquier hombre de Ituci y se coronaba con un capitel vegetal de hojas almendradas. Aparecía vestida con dos cordones ornamentales enrollados en su fuste, uno fuera del alcance de cualquiera y el otro, más abajo, ceñido a modo de anillo. Su cuerpo, aunque encalado, era liso y no contaba con basa alguna. En lugar de ello, la parte inferior parecía enterrada en el interior de una especie de caja o cubículo elaborado con lajas de piedra. Esa era Dea Caelestis, la nueva divinidad a la que rendían culto desde hacía relativamente poco tiempo los habitantes de su ciudad.
Sólo la tenue llama de su lámpara se intuía en el interior, apenas perceptible por el denso humo que desprendían los braserillos de perfume. Extendiendo su brazo, el sacerdote indicó a la mujer que era el momento de realizar la ofrenda de luz a la diosa. Así que ella, indecisa, pasó a depositar la lamparilla frente al betilo divino con cuidado de no derramar el aceite de su interior.
Una vez llevado a cabo el ofrecimiento, el sacerdote la tomó del hombro y la obligó a arrodillarse ante la diosa, manteniendo su cabeza agachada en claro signo de sumisión. Luego, aproximándose a la pileta, donde quedaba soterrada la figura, empezó a verter poco a poco el agua salutífera a la vez que iniciaba sus rezos en una lengua incomprensible para los sentidos de la mujer.
Las plegarias fueron en aumento, mientras la libación se practicaba salpicando con gotitas muy finas de agua tanto el cuerpo de la diosa como la cabeza de Daleninar. Ella, cada vez más relajada, notaba como su cuerpo le pesaba; sintió deseos de descansar, de dormir. Buscó una postura más cómoda para la incubatio y, antes de cerrar completamente los ojos, pudo distinguir al sacerdote vistiendo y desvistiendo a la diosa por el segundo cordón ornamental sin saber cuál sería su significado. El humo provocado por la queda de plantas y los rezos monótonos y reiterativos hicieron que la mujer cayera en un sueño profundo, en una relajación tal que nunca había experimentado. Esa era la voluntad de Dea Caelestis.
Debía ser casi mediodía cuando la mujer por fin despertó, se encontraba completamente sola en la habitación. No lo hizo bruscamente sino abriendo los ojos poco a poco. Lo primero que pudo observar fue como un rayo de luz solar penetraba a través de la pequeña abertura practicada en el techo y se proyectaba directamente sobre la cara de la diosa, haciendo que brillara. ¿Le estaba dando la diosa respuestas a sus plegarias?
Aún más perpleja se quedó cuando el rayo de luz fue alargándose, descendiendo hasta recorrer el fuste y situarse justo a los pies de la divinidad, en el mismo receptáculo donde hacía unas horas el sacerdote practicaba la libación. El conjunto de cuencos, lucernarios, platos y vasos que allí se depositaban de rituales anteriores, quedaron completamente iluminados. No podía creer lo que ante ella estaba sucediendo. De repente cayó en la cuenta de que se le había hecho demasiado tarde. Colmada de felicidad, abandonó la habitación cerrando su puerta. Por respeto, decidió no correr por el lugar sagrado hasta que no estuviese lo bastante alejada de él.
Cuando llegó a su vivienda, su marido ya no estaba. Se había marchado a la guerra. Lo supo en el mismo momento de comprobar que sobre el jergón le había dejado el brazalete de su enlace matrimonial. Siempre lo hacía cuando partía a combatir y siempre regresaba para que ella se lo pusiera. En esta ocasión también volvería, por lo que esperaría a su regreso para ponérselo mientras le daba las buenas noticias.
Daleninar dio a luz en el periodo invernal, semanas antes de iniciarse el periodo de Kalendas Martias. Fue niño, tal y como ella suplicó a la diosa en sus sueños esa noche de verano. Su marido aún no había regresado de la guerra, pero ella se sentía optimista y convencida de que pronto lo haría. Las noticias que llegaban sobre los combates entre las dos facciones itálicas eran escasas y confusas. Según se decía, la lucha se había trasladado hacia las ciudades situadas más allá del Salsum Flumen y que el general venido de la misma Roma estaba arrinconando, cada vez más, a los ejércitos dirigidos por Tito Labieno. Ella nunca perdió la esperanza de que su marido regresara.
Coincidiendo con la fecha de Kalendas se celebraba también la festividad de Dea Caelestis. Al igual que el resto de habitantes, quiso Daleninar hacer una ofrenda a la diosa en gratitud al hijo varón nacido y, pese a que el día había amanecido completamente cerrado, no dudó en llevarle como presente una estatuilla con aspecto de mujer a su templo.
Desde la noche de la ceremonia no había regresado al santuario; los quehaceres diarios, el cuidado de las dos pequeñas y su avanzado estado de gestación se lo habían impedido. Volvió a subir la rampa y atravesar el porche hasta alcanzar al patio. Sintió el lugar sagrado de una forma distinta a como lo había hecho la noche del ritual.
Cuando llegó al patio observó feliz todas las ofrendas que ya le habían realizado a la diosa. Recordó entonces las palabras del sacerdote advirtiéndole que, si alguna vez ella decidía hacerle un presente, siempre debía realizarlo en el espacio habilitado en este patio y nunca intentar acceder a la cella donde se encontraba su morada. Le avisó que la sala sagrada estaba reservada exclusivamente a rituales y nadie podía entrar en ella sin su presencia. Sus antiguas costumbres con la diosa Tanit debía de olvidarlas en ese sentido, por muy cercana que sintiese su relación con el culto a la antigua divinidad. Daleninar desoyó las palabras del sacerdote y, en lugar de depositar su ofrenda sobre la mesa y realizar el ritual, prefirió abrir la puerta y entrar en la morada de la diosa.
El interior permanecía oscuro, frío, sin claridad alguna que iluminara el espacio. No quiso darle mayor importancia a este detalle y depositó la figura dentro del receptáculo pétreo a los pies del betilo. Estaba feliz.
En ese estado se encontraba cuando abandonó el santuario y marchó de regreso a su hogar. Tras atravesar la puerta occidental de la ciudad y llegar a la altura de la plaza, comprobó el gran revuelo que se había formado en torno a esta. Estaban de regreso algunos de los hombres que habían partido a la guerra meses atrás, pero entre ellos no se encontraba su marido. Cuando preguntó por él le informaron que el bravo guerrero de Ituci había muerto luchando valientemente en las lejanas tierras de Munda, la ciudad donde el ejército del general Pompeyo fue finalmente derrotado.
En ese instante la mujer turdetana comprendió que el hijo que tanto había deseado su marido nunca llegaría a conocerlo. Una gran oscuridad se apoderó del corazón y el alma de Daleninar.
Autor: Javier Nero.
Notas:
El santuario íbero-romano de Torreparedones (Templo B) sustituye a otro e mediados del siglo III a.C. (Templo A). Fue construido en los últimos momentos de la República y dejó de usarse a finales del siglo I d.C., quedando en pie todavía un siglo más, hasta ser destruido por un incendio. En él se rindió culto a la diosa Dea Caelestis, un betilo en forma de columna y moraba de la divinidad.
Bibliografía:
- El betilo estiliforme de Torreparedones (Irene Seco Serra)
- Estudio arqueoastronómico del santuario íbero-romano de Torreparedones (Baena, Córdoba) (José Antonio Morena López y José María Abril Hernández)
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