La caída de Sagunto. Capítulo IV
De forma tranquila y apacible transcurrió el final de temporada en Sagunto. Las naves apenas fondeaban en su portus desde que se declarara el cierre de las aguas. Sólo alguna que otra embarcación, de carácter menor y procedentes del área de influencia púnica, se atrevía a arribar en nuestras costas. Estos navíos, utilizados para cabotaje, arriesgaban la mercancía que fletaban al navegar por el océano encrespado, pero siempre lo hacían cargados de armas y defensas. La guerra parecía próxima e inminente y, desgraciadamente, resultaba todo un suculento negocio muy a tener en cuenta.
Una de esas mañanas en las que lo único que se podía hacer era esperar, me crucé con el veterano Balcaldur. Las instalaciones portuarias permanecían completamente vacías, sin presencia de estibadores, cargadores, mercaderes, comerciantes ni cualquier otra persona dedicada a ellas. Recuerdo que ni tan siquiera las gaviotas surcaban su cielo, pues ya no quedaban desperdicios sobre la arena con los que se pudieran alimentar. Pero al viejo soldado se le veía satisfecho, feliz. Cuando me interesé por el motivo de su aparente alegría, este me confesó que acababa de adquirir, a muy buen precio insistió, un preciado casco tipo etrusco y espléndidas corazas de escamas a unos comerciantes venidos de Qart Hadast, unos marinos los cuales ya encaraban las velas de regreso a los cuarteles de invierno de Aníbal. Fue en esos momentos cuando comprendí que la población al completo asumía la nueva situación y se preparaba para el inminente conflicto que se avecinaba, desde el veterano militar hasta el último de los habitantes.
En el oppidum la población se dedicaba a las tareas que habían sido acordadas en la última asamblea popular: las aldeas y granjas recogían el cereal que, diariamente, se enviaban a los horreas preparados en la ciudad; aprovisionaban arcilla para la fabricación de sillares con los que empezaron a elevar la altura de la muralla y a construir la nueva torre; seleccionaban y hacían acopio de los bloques pétreos para erigir la muralla interior; etc. Estos trabajos de obra se iniciaban con la puesta de sol y no cesaban hasta bien caída la tarde, organizándose grupos alternos formados por hombres y mujeres indistintamente.
Los puestos de vigilancia avanzada también se adelantaron aún más. Esta misión fue encomendada a los equites encargados de controlar el territorio desde sus enclaves en las montañas; ellos serían quienes avisaran, con suficiente antelación, la llegada de Aníbal para que a la población de Arse tuviese tiempo de refugiarse tras las murallas una vez se diera la orden de cerrar las puertas. Fue en una jornada de cetrería de estos señores de la guerra, destinados al control de la frontera, cuando se produjera un pequeño incidente con el pueblo de los turboletas.
Según nos relataron tiempo después, este belicoso pueblo se encontraba bajo influencia púnica cuando los de Arse, sin percatarse de ello, invadieron su territorio; lo hicieron siguiendo la pista de una formidable pieza o así parecía. Hay que decir que hubo más nervios que sangre derramada cuando los nuestros toparon con una patrulla de turboletas que andaban vigilando sus limes. Pero lo que en un principio se consideró como un mero incidente, propio de la tensión sufrida entre los pueblos de esta parte del territorio, finalmente se convirtió en la excusa por la cual Aníbal justificaría la intervención militar ante su Senado y movilizaría todo su ejército hacia las murallas de la ciudad. Los turboletas terminaron por acusar a los de Sagunto de penetrar en su territorio con intenciones manifiestamente ofensivas, por lo que decidieron solicitar ayuda a sus aliados los cartagineses.
Mientras este absurdo episodio tenía lugar, yo, junto al resto de mercaderes que habíamos decidido permanecer algún tiempo más en la ciudad a la espera de nuevas oportunidades, ansiábamos la llegada de los últimos navíos. Prácticamente teníamos vendido todo el género y ya muchos habían regresado a sus pueblos de origen. En mi caso, había visto la posibilidad de traer una última carga desde la cercana Edeta y así lo sugerí a los que aún quedábamos en el oppidum.
Lo admito, la idea fue una verdadera estupidez; una decisión que tomé llevado más por la codicia, que por la sensatez y el sentido común, pero de la que ahora me arrepiento. Por supuesto que nadie la secundó y cuando todos consiguieron vender casi al completo sus mercancías, los vi marchar cruzando las puertas de la ciudad donde se estaban levantando las murallas y construyendo la nueva torre.
Aunque había regresado con tiempo suficiente de las aldeas edetanas, a partir de ese instante dio la impresión como si toda posibilidad de nuevo negocio se frustrase repentinamente. La población de Sagunto dejaba de interesarse por cualquier género que no le fuera imprescindible para soportar un asedio prolongado y en su puerto tampoco arribaban nuevas embarcaciones con las que mercadear. Al principio intentaba que mi espera fuera lo más paciente posible. Daba un pequeño paseo por la zona pública de Arse, la parte más elevada de la ciudadela, y desde allí disfrutaba de la paz y tranquilidad que se respiraba en la línea de costa y por toda la fértil llanura circundante.
En esos días dejaba pasar el tiempo admirando a una iuventus selecta adiestrarse bajo las órdenes de Balcaldur. Practicaban, una y otra vez, las técnicas de defensa y ataque para los combates cuerpo a cuerpo, movimientos rápidos a dos tiempos aprovechando el impulso del salto tras el ataque del oponente. También ejercitaban los lanzamientos de jabalina y otras armas arrojadizas. Desde esa posición podía contemplar a la población saguntina afanada en la construcción de las obras propuestas. Era duro, pero ya nadie se acercaba por las inmediaciones del oppidum debido a la gran amenaza cartaginesa. Como adelantara el viejo Isbatoris, la ciudad y sus habitantes estaban sólo en esto.
Así llegamos a la primavera, tiempo de cosechas. Si Aníbal actuaba de la misma forma que en sus dos anteriores campañas, pronto lo tendríamos ante las puertas. Esa fue la idea que me provocó mayor intranquilidad e hizo finalmente de la espera una cuestión insoportable. Conforme pasaban los días y el resultado seguía siendo el mismo, menos era capaz de permanecer quieto en el mismo lugar. Decidí, entonces, buscar una alternativa, cabalgar la costa con objeto de apaciguar mis nervios y lograr un pensamiento más templado. Como punto de referencia más distanciado en relación a Arse, tomé el Templo de Afrodita, un santuario que se encuentra a unos cuarenta estadios del oppidum. Consideré que traspasar ese límite podría resultar bastante peligroso en los tiempos que corrían.
Sistemáticamente y partiendo desde la plaza pública de la ciudadela, cada amanecer y cada atardecer, de forma rutinaria repetía la misma operación. Paseaba al trote entre las calles que dibujan las casas de adobe enlucidas con cal y banco corrido hasta alcanzar las puertas de la ciudad. Una vez allí, y dejado atrás las obras de la nueva muralla, espoleaba a la montura para cabalgar por los caminos que llevan al mar. Desde su orilla, marchaba dirección al edificio de culto para nuevamente regresar a Arse. Durante todo el recorrido me repetía a mí mismo: “Mañana tienes que marcharte, Urcebas. Cuando despiertes, prepara el carro y abandona esta maldita ciudad.”.
Y así fue como en una mañana de mayo, después de tomar algo de leche y comer algo de carne seca, decidido me dispuse a preparar el carruaje con toda la mercancía sobrante. Sin más dilación, monté, arreé al animal y marché con destino a Edeta, mi ciudad. Cuando llegué a las puertas del oppidum, me llenó de satisfacción comprobar cómo sus habitantes, en su duro y constante esfuerzo diario, habían logrado levantar tanto la torre, como las murallas tal y como Balcaldur había propuesto. Si el viejo general llevaba razón, justo en esta zona sería donde recibirían el mayor empuje cartaginés. El lienzo interior aún no estaba acabado, pero seguro que, si mantenían este ritmo de trabajo, pronto lograrían concluir también esta obra. Que los dioses le sean favorables y los protejan de la ambición del Cartaginés, me dije a mi mismo.
Tomé el camino que lleva hacia el norte, un sendero algo estrecho por donde suelen transitar los carros que trasladan sus mercancías desde la costa hacia el interior. Lo hice tranquilo, pausado, convenciéndome a mí mismo que la decisión adoptada era la mejor; al fin y al cabo esta no era mi guerra. De hecho, me sentía orgulloso, henchido de satisfacción el haberla tomado. Además, era el último en abandonar la ciudad de Arse.
No había hecho más que alcanzar las inmediaciones donde se levanta el santuario en memoria de un antiguo príncipe de la ciudad cuando, de repente, uno de los jinetes que debía proceder de una de las atalayas avanzadas, apareció de súbito con su caballo completamente encabritado. Venía a galope tendido cuando nos cruzamos, lo que le obligó a detener su bestia con las dos patas delanteras frente a mí. Una vez que pudo rehacerse, empezó a gritarme: “Da la vuelta maldición, da la vuelta. Ya están aquí, ya están aquí” y continuó su carrera hacia el oppidum con el hocico del animal cubierto de espumarajos.
Apenas tuve tiempo de reaccionar, mi mente se había quedado completamente bloqueada. Cuando volví en mí, me encontraba girando el carro por el angosto camino. El carruaje, estrecho y alargado, maniobraba lentamente y de manera muy ajustada por los márgenes del sendero. Intentaba templar los nervios, pero no lo conseguía. Con uno de los laterales del transporte, finalmente acabé golpeando una de las imágenes que embellecía la sepultura. La intimidatoria escultura de un toro con ojos almendrados acabó desplomándose sobre la tierra firme y rodando varios pies de distancia ladera abajo. Este incidente fue el que me permitió liberarme y dar la vuelta hasta ponerme a la carrera dirección a la ciudad.
Desde la distancia pude distinguir como las puertas aún permanecían abiertas, mientras que la gente, que en esos momentos dedicada a la recogida de la cosecha, corría desesperada para ponerse a salvo tras las murallas. Las prisas hacían que muchos de ellos tropezaran y cayeran, algunos no se libraban de ser pisoteados. Había madres que chillaban angustiadas al comprobar cómo habían perdido de vista a sus pequeños y no lograban dar con ellos entre tanto caos y confusión.
Cundió el pánico de forma generalizada. Mientras, a toda prisa, iba perdiendo la mercancía en la carrera y no veía el momento de alcanzar la ciudad; esa misma que hacía unos instantes me enorgullecía de dejar atrás. Lo desconocía, pero, a partir de esos instantes ya no se volverían a abrir nunca más para la mayoría de nosotros.
Se formó un gran revuelo en esta parte de la ciudad. Toda la población corrió a subirse sobre los adarves de la muralla y a sus torres adosadas. Desde esa posición elevada, entre llantos y sollozos, fueron testigo como, a lo lejos, las aldeas y granjas dependientes de Sagunto eran arrasadas bajo el fuego cartaginés. En el horizonte las grandes columnas de humo ennegrecían un cielo que esa mañana primaveral había despertado azul y limpio.
<< Capítulo III: Medidas preventivas / Aníbal llega a Sagunto >>
Todos los derechos reservados. Aviso Legal.
Pingback: Medidas preventivas | Legión Novena Hispana
Genial! La historia toma mayor intensidad a cada renglón. Los lectores estamos igual de atrapados, que los saguntinos tras sus murallas.
Me gustaMe gusta
Celebro que te guste, mi queridísimo mercader.
Me gustaMe gusta
Reblogueó esto en patrimars.
Me gustaMe gusta
Pingback: Aníbal llega a Sagunto | Legión Novena Hispana