El asentamiento turdetano de Astapa
Corría el año 206 a.C. No hacía más de un trienio que Qart Hadast, la principal ciudad cartaginesa en la Iberia y base central de aprovisionamientos púnicos en territorio hispano, había caído bajo la contundencia y arrojo de las legiones de la República. Al frente de ellas, el joven general Publio Cornelio Escipión, el mismo que pasaría a la historia con el sobrenombre de ‘El Africano‘.
Controlado este bastión, importante como estratégico, se inicia la conquista final de Hispania, uno de los escenarios más cruentos en las luchas que mantienen Roma y Cartago a lo largo de todo el Mediterráneo. Tras la derrota en Baecula, Asdrúbal Barca, junto a sus guerreros númidas, consigue huir. Su intención siempre había sido la de reunirse con su hermano Aníbal en tierras italicenses y continuar la guerra en territorio romano.
Poco a poco, los contingentes cartagineses que permanecen en Hispania van siendo acorralados en la Baetica, tierras donde aún mantienen su dominio; poco a poco los caudillos indígenas, que los han apoyado hasta ese momento, deponen sus armas o son derrotados. Así ocurre con Orongis o Ilipa, entre otros.
Ha llegado el momento de la venganza romana en la vieja Iberia, la ocasión de dejar escapar toda la ira contenida contra aquellos que traicionaron a los procónsules anteriores, Publio y Cneo Cornelio Escipión; represalias sobre los mismos que se dedicaron a masacrar a todo legionario huido tras las anteriores derrotas y buscaron refugio en los que hasta entonces estaban considerados como oppidum aliados.
Una a una, las ciudades, primero simpatizantes de Roma y después unidas a los cartagineses en su lucha y resistencia, son castigadas. Una a una, las ciudades bases empleadas por los generales cartagineses en la guerra librada en Hispania están siendo tomadas: Iliturgi, Cástulo.
Conquistada Cástulo, ciudad tomada gracias a la traición llevada a cabo por el caudillo nativo Cerdubelo sobre el jefe cartaginés Himilcón, Escipión decidió regresa a Carthago Nova para cumplir con sus votos y dedicar un gran espectáculo de gladiadores en memoria de su padre y su tío. Antes de partir, dio órdenes a uno de sus mejores tribunos y hombre de confianza, Cayo Lucio Marcio Septimio, de someter a todas las tribus de la Turdetania que habían apoyado activamente a los púnicos y seguían manteniendo su actitud belicosa contra todo aquello que representaba a la República. Las instrucciones eran claras: no debía tener piedad con ellos.
El tribuno dirigió a sus hombres por el valle del flumen Baetis, aquel que los nativos hacían llamar Certis, doblegando a dos ciudades turdetanas que no opusieron resistencia alguna a su llegada. Fue entonces cuando tuvo noticias de los astapenses, una tribu localizada en ese territorio que, según narraban, lucharon del lado cartaginés desde los inicios. Siempre fiel y hermanados a ellos, seguían manifestando un profundo odio hacia los romanos, incluso más allá del propio sentido de la guerra. Se trataba de gente aguerrida, salvaje y muy peligrosa.
L. Maricio fue informado que este pueblo, tras la retirada del ejército púnico, se dedicaba al pillaje realizando incursiones impunes sobre otros poblados vecinos y aliados de Roma. Más aún, asesinaban a todo soldado romano perdido o desorientado por estos parajes, así como a mercaderes, viajeros, etc. La población tenía miedo de viajar sola, por lo que se habían vistos obligados a constituir partidas para su seguridad. Al parecer, una de ellas, incluso, fue sorprendida y todos sus miembros masacrados.
Finalmente, el veterano oficial romano no lo pensó dos veces y se encaminó hacia la ciudad turdetana de Astapa con el objetivo firme de cercarla, sojuzgar a todos sus habitantes y someterla a un duro castigo.
A la mañana siguiente, cuando despertó la población astapense, se encontró con el ejército enemigo acampado al otro lado del río que circundaba su asentamiento. Pronto corrió la voz de alarma entre los turdetanos y en poco tiempo las defensas naturales se vieron colmadas de curiosos que, incrédulos, observaban atentamente las labores de cercado por toda la zona. Atónitos comprobaban como los romanos terminaban de apuntalar las estacas de la empalizada y excavaban la zanja perimetral correspondiente.
El consejo tribal no tardó en reunirse de urgencia; debían deliberar la manera de afrontar esta situación crítica con la que habían amanecido. Como primera medida, se decidió enviar mensajeros que, intentando salvar el cerco, encontraran apoyo aliado en el exterior. Los escarpes donde se asentaba el poblado, y que hasta entonces les habían proporcionado tan excelente protección, con la presencia romana a su alrededor se habían convertido en una perfecta ratonera.
Al poco estuvieron de regreso algunos de los expedicionarios, aquellos que no logrando evitar el cerco romano tampoco cayeron bajo sus espadas. Las noticias eran desalentadoras, el tribuno había conseguido aislar a la población de Astapa evitando cualquier tipo de apoyo desde el exterior; estaban solos en esto.
Para la defensa contaban, únicamente, con unas murallas fáciles de superar y la bravura de sus armas. La élite consideró, entonces, que prolongar esta situación resultaba una decisión cuanto menos que absurda. El ejército romano apenas encontraría dificultad, ni resistencia, a la hora de entrar por las puertas. Además, si decidieran alargar el sitio, aunque el asentamiento quedaba bien abastecido de agua por el arroyo cercano (siempre y cuando no se desviara ni se intoxicara), tampoco contaban con grandes reservas de alimento. Los astapenses no eran gente de cultivo, ni pastores; eran guerreros, soldados.
En jornadas anteriores habían llegado noticias al poblado sobre la indulgencia mostrada por el general romano ante otros pueblos que, como el suyo, combatieron del lado cartaginés y ahora arrojaban las armas implorando el perdón. Estaba el caso de los de Cástulo, pero, a diferencia de estos, no disponían de ningún jefe militar púnico, como Himilcón, con el que pudieran negociar. Aunque tampoco traicionarían a uno de sus hermanos como hizo Cerdubelo.
En la mente de todos sí que sobrevolaban las oscuras sombras de las duras represalias que sufrieron los habitantes de Iliturgi, ciudad donde sus hombres fueron pasados a gladius y pillum mientras que sus mujeres e hijos eran violados impunemente por las legiones de Roma antes de darles muerte. Asentían recordando como las viviendas de sus amigos de armas eran saqueadas y los tesoros arrebatados como botín de guerra. Los asistentes al consejo eran plenamente conscientes que los de Iliturgi, al igual que ellos, habían mantenido el apoyo a los cartagineses hasta las últimas consecuencias.
La conclusión final fue unánime, no sufrirían el mismo destino que Iliturgi; antes morir en batalla que rendirse y vivir humillados. No estaban dispuestos a ser enviados a Roma como esclavos con el fin de exaltar las victorias del general romano, ni a ver cómo sus familias eran vejados y asesinados delante de sus ojos. Todo lo contrario, lucharían hasta la muerte por su libertad.
Todos los hombres en edad de combatir saldrían a enfrentarse contra las legiones romanas con la misma contundencia y arrojo como su costumbre bélica así lo imponía. Mientras, en el poblado permanecería el resto de habitantes bajo la protección de cincuenta jóvenes armados que, aún siendo demasiado bisoños para guerrear, pudieran confiar plenamente en ellos. A estos jóvenes se les encomendaría una misión casi tan importante como la de entablar batalla. Se les hizo llamar para tomarles juramento y, a continuación, darles las instrucciones de…
Vestidos con sus corazas de guerra y armados con falcatas, cuchillos y lanzas, todos los efectivos disponibles fueron reunidos tras las puertas. Allí juraron luchar hasta morir como grandes guerreros que eran, invocando a Tanit y a otros dioses infernales para que cualquiera que no cumpliera debidamente con su promesa y cometido, fuera castigado con las más horribles de las maldiciones. Antes de salir y dar su vida, a modo de despedida, orgullosos dedicaron una última mirada a las gentes que en la plaza permanecerían.
Cuando los romanos menos lo esperaban, pues lo último que temían era que los sitiados salieran a combatir, se abrieron los portones. Sin más dilación, los astapenses, ciegos de furia y rabia, rompieron a correr contra el campamento del tribuno de Escipión generando un gran alboroto con sus alaridos de guerra y ruido de armas.
Los romanos fueron cogidos por sorpresa y no pudieron hacer otra cosa que, en un primer instante, improvisar el envío de unas pocas turmas de caballería e infantería ligera en un intento por detenerlos. Fue en las posiciones más avanzadas del cerco donde se produjo el cruento enfrentamiento entre los dos bandos.
Las tropas romanas vacilaron al sufrir la ofensiva desesperada de unos guerreros que sólo buscaban herir y matar antes de ser abatidos. Con este ímpetu, los turdetanos consiguieron acabar con gran parte de la caballería, forzando al resto de ella a retirarse y generando gran pánico entre la infantería superviviente.
Incluso estuvieron a punto de alcanzar las empalizadas, sino fuera porque las legiones consiguieron reponerse al ataque por sorpresa. Las fuerzas veteranas formaron en orden de batalla y avanzaron en apoyo de sus compañeros que seguían siendo abatidos por las falcatas expertas de los astapenses. Desde las murallas, algunos de los jóvenes contemplaban atentos el transcurso del enfrentamiento.
Una vez detenido su avance, los guerreros turdetanos, poco a poco, iban siendo mermados bajo la eficacia de las espadas romanas. Aún produciéndose tal sangría, los hombres de L. Marcio no daban crédito a la resistencia que les oponían estos hispanos y a su negativa de ceder un palmo del terreno ganado; parecía como si, únicamente, ansiaran morir. Ante tal insistencia, y gracias a la ventaja que les proporcionaba su superioridad numérica, los romanos extendieron sus líneas y acabaron rodeando a los turdetanos que aún permanecían en pie.
En las postrimerías del combate, un último grupo de valientes astapenses quedó cercado en mitad del campo de batalla. Solo quedó tiempo para que uno de ellos echara la vista atrás, hacia los escarpes donde se levantaba el poblado, y asintiera con un leve movimiento de cabeza a los jóvenes que se mantenían expectantes. Desde la distancia recibió la aceptación de los suyos antes de que el frío metal de varios gladius atravesaran su cuerpo y este cayera desplomado sobre la fría hierba. Todos los guerreros habían sido aniquilados.
Sin más enemigos a los que enfrentarse, los romanos marcharon furiosos a la ciudad en busca del ansiado botín. Ya no se trataba de castigar a los de Astapa por su actitud beligerante durante la guerra librada contra los púnicos, sino también por la ira y violencia con la que ellos mismos habían sido atacados. Cuando las legiones derribaron la puerta e irrumpieron en el poblado, sus cuerpos quedaron completamente paralizados, horrorizados por tan espantosa escena que en esos momentos allí se vivió.
Previo a la salida en tromba de las tropas astapense, se habían impartido las últimas órdenes a los cincuenta jóvenes de confianza que permanecerían en el interior del poblado. Se les encomendaba levantar una gran pira en mitad de la plaza y en ella debían amontonar todos los objetos de valor que pudieran encontrar. Sobre esta montaña de madera, oro y plata colocarían a los familiares y amigos en espera del desenlace final. Para asegurarse que su cometido se ejecutaba sin inconvenientes, se les aconsejó que rodearan la pira con más leña y cubrieran a la gente con ramas secas. Concretamente, estas fueron las instrucciones dadas a los jóvenes:
«Manteneos en guardia mientras la batalla esté dudosa; pero si veis que resulta en nuestra contra y que la ciudad está a punto de ser capturada, sabréis que los que habéis visto marchar al combate nunca regresarán vivos; os imploramos, por todos los dioses del cielo y del infierno, en nombre de la libertad, aquella que terminará bien con una muerte honorable, bien con una deshonrosa esclavitud, que no dejéis nada sobre lo que un enemigo salvaje pueda descargar su ira. El fuego y la espada está en vuestra mano. Es mejor que se produzca por manos fieles y amigas la partida de quien está condenado a morir, y no que sea por el enemigo que añadirá burla y desprecio a la muerte.«.
Los hombres de L. Marcio fueron testigos de cómo los jóvenes guerreros, ya exhaustos de tanta matanza, terminaban de degollar a los últimos ancianos, mujeres y niños y, cargando con sus cuerpos aún convulsos, los arrojaban a la gran pira. Una enorme columna de humo gris rasgaba las alturas del cielo a la vez que las llamas comenzaban a debilitarse debido a toda la sangre astapense derramada. Los pocos que quedaban, corrían a avivar el fuego con miedo a ser alcanzados por las espadas de Roma; otros, simplemente se lanzaban al interior quemando sus carnes bajo gritos de intenso dolor. Allí moría un pueblo, con su pasado y su futuro.
En un primer instante, los romanos permanecieron rígidos como estatuas al presenciar tan macabro espectáculo. Pero pronto se percataron del brillo que resplandecía, fruto del oro y plata fundido bajo el fuego. Incautos, corrieron hacia donde se levantaba la enorme pira. Sucedió, entonces, que los primeros en llegar al fuego no pudieran evitar la codicia del resto de hombres que venían detrás. Muchos de ellos fueron atropellados y empujados a las llamas, consumiéndose entre las cenizas de los habitantes de Astapa. Otros se quemaban sus cuerpos intentando rescatar los tesoros de los turdetanos.
Al llegar a la plaza, el tribuno quedó completamente sobrecogido. Rápidamente ordenó a su ejército que formara allí mismo, obligando a los suyos a no cometer ningún acto de represalia contra el poblado. Debían levantar el cerco de inmediato y continuar con la orden para someter al resto de pueblos fieles al poder púnico en la zona. En Carthago Nova lo esperaba su general Escipión.
La ciudad de Astapa había sido tomada, pero, en este caso, sin cautivos ni botín que justificaran una buena recompensa.
Autor: Javier Nero.
Bibliografía:
- Tito Livio. Ab urbe condita. (28, 22; 28, 23, 3)
- Apiano. Iber (33)
- El castigo en la Península Ibérica prerromana (Antonio Gómez Rincón)
- El fenómeno del bandolerismo como sublevación contra Roma: El caso de Hispania en la época republicana (Gabriel Vives Ferrer)
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Buenas tardes:
Excelente artículo y con mucha amplitud de datos.Sólo quisiera comentarles una aclaración,la distancia de los Castellares a Estepa está como mucho 13 o 14 kilómetros,(contando que están a unos 5 kilómetros de Herrera y Herrera está a unos 8 kilómetros de Estepa.En cuanto a la pertenencia al término de HERRERA,yo dudaría,pues la línea divisoria de provincias,(Sevilla – Córdoba),circunda por el mismo río Genil y los Castellares quedan dentro del término de Puente Genil.Es un dilema que viene de antiguo.Saludos cordiales.
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Se agradecen dichas puntualizaciones. De esta forma el lector se puede hacer una mejor idea de la Historia y de su entorno original. Gracias por sus apreciaciones.
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Los Castellares pertenecen al término de Puente Genil, deberíais corregir ese dato. Por otra parte, excelente artículo, gracias.
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Las fotos expuestas si quieren hacer ver donde estaba situada ástapa están mal, toda la ladera de ástapa no corresponde a esas fotos ni siquiera la cueva se parece pero no lo son, el artículo es bueno pero las fotos desencajan con la realidad.
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Lo cierto es que no pude llegar a la coordenada final, puesto que las lluvias de días anteriores me habían dificultado el paso. Ahora bien, según los itinerarios seguidos para su localización, ese era el camino hacia el supuesto asentamiento de Astapa (que no Ostippo la vieja)
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