La caída de Sagunto. Capítulo X
Las calles permanecen desiertas, los hogares vacíos y los puestos de guardia desatendidos. Nadie vigila en las murallas porque todos, de viva voz, quieren escuchar las necesitadas condiciones de paz que trae el mercader de manos del general cartaginés. Todos se arremolinan alrededor de la vivienda donde se está celebrando la asamblea pública, puede que sea esta la última. Allí se encuentra congregada lo que queda de la población de Arse. Todos excepto yo que, sentado en un banco, continúo afilando mi falcata pausadamente. Tal vez porque ya no espero nada de nadie y presienta que muy pronto volveré a utilizarla, aunque sea por última vez. Va siendo hora de ir concluyendo esta triste y amarga historia. En estos momentos sólo deseo que tanto sufrimiento vivido no caiga en el olvido y sirva para algo en generaciones venideras.
Se llamaba Urcebas y no, no era un valeroso guerrero edetano. De hecho, nunca debió quedar a resguardo de esas murallas, ahora casi derrumbadas. Pero los dioses fueron caprichosos con su destino, igual que el de todos los habitantes de la ciudad de Sagunto. Por lo menos, así lo ha terminado aceptando mientras espera, fatigado y hambriento, el triste final que les depara a todos aquellos que aún se mantienen en pie. Ya se vuelven a escuchar los golpes secos y contundentes sobre los sillares de las maltrechas defensas, nada les impedirá pasar.
Aún continuaban acercándose las gentes de Arse a las inmediaciones de la asamblea, aunque los nobles de la ciudad hacía tiempo que se habían retirado sin esperar resolución alguna sobre la decisión que adoptara el Consejo. Una de las últimas mujeres que se había acercado hasta el lugar fue la que dio la voz de alarma. En el centro de la plaza pública, a tan sólo varias manzanas por detrás donde se celebraba esta reunión, se había levantado una enorme pira con madera seca. En ella la gente de poder estaba arrojando todo su oro y demás pertenencias de valor con el único propósito de destruirlos.
Aquellos que aún le quedaban energías, rompieron a correr para comprobar lo que estaba sucediendo en los espacios públicos de la ciudadela. Tras alcanzar el último tramo de vía y doblar la esquina de las viviendas, un espectáculo grotesco y aterrador se apoderó de los presentes. Algunos de estos hombres que, previamente, habían abandonado la asamblea y decidido arrojar todas sus riquezas a la gran hoguera, ahora saltaban al fuego abrasándose vivos.
La gente empezó a chillar al presenciar tal horror y espanto; de pura impotencia y nervios, se tiraban de los cabellos y se rasgaban las desgastadas vestiduras. Una enorme confusión provocada por los gritos de muerte, el humo y las llamas acabó invadiendo el espacio. A continuación, se escuchó otro enorme griterío, pero mucho más distante que parecía provenir de la otra parte de la ciudad. La maltrecha torre se había desmoronado y, entre los escombros, penetraba el ejército púnico al interior del recinto con total impunidad.
Que varios cuerpos de auxiliares vayan entrando a la ciudad – ordenó Aníbal nada más dispersarse la densa nube de polvo que se había generado tras el desplome de una torre y sus lienzos de muralla. – Si nos cogen en emboscada, que sean los malditos carpetanos y oretanos quienes reciban su carga; ya empiezo a estar cansado de tanto pueblo insurrecto. ¡Y por Baal, Maharbal!, ¡qué informen! Quiero información de lo que está sucediendo allí dentro.
Con suma cautela, las tropas auxiliares íberas penetraron en el interior de la ciudad. Una vez rebasada la línea de murallas y alcanzados los espacios ocupados por las primeras viviendas, se detuvieron manteniendo la formación. – Sin oposición, mi general. – llegaban los primeros informes desde el interior. – Nadie protege estas posiciones. Parece como si se hubiesen esfumado con el polvo de sus defensas, ni rastro de ellos. – Se les escuchaba comentar mientras, con la mirada perdida, buscaban el rastro de sus enemigos.
Quiero a varios cuerpos de infantería dentro ya – chilló el Bárquida. – Los quiero encabezando el asalto y apoyados por los auxiliares en los flancos. Hoy tomaremos esta maldita ciudad, Maharbal, así que no podemos desaprovechar la magnífica oportunidad que nos brindan los dioses. Que se vayan preparando el resto de las fuerzas para el ataque final, amigo mío. Y recuérdales que, al alba, todos serán un poco más ricos que cuando amaneció.
Tras el saludo oficial, el comandante de la caballería númida giró sobre sus talones y, raudo, se encaminó dirección al campamento. Pero algo hizo que se detuviera en seco, una última frase de su general. – Y recuerda, Maharbal, sobre la arena batida quiero muerto a todo varón de esta ciudad, cualquiera con edad de empuñar una arma; a sus mujeres e hijos formando filas como parte del botín.
Maharbal observaba en silencio la sonrisa fría y calculadora de Aníbal, andaba algo confundido con las últimas órdenes recibidas. Aun así, se atrevió a formular un par de preguntas, no para cuestionar a su general, sino para estar seguro de cómo debían actuar sus hombres una vez estuviesen dentro. – Señor, ¿y las condiciones de rendición? ¿Y ese mercader amigo de los saigantheos que vino en su nombre para trasladar tales exigencias?
Mi estimado y valeroso Maharbal – quiso tranquilizarle Aníbal. – ¿Realmente tú crees que hubiese sido posible perdonar aquellos que habrían luchado hasta su último aliento sin importarles cuáles fueran sus destinos? ¿Tú piensas que hubiese sido posible liberar a los mismos que se encerraron tras estos muros, junto a sus mujeres e hijos, hasta sus últimas consecuencias? No Maharbal, no. Para este tipo de gentes que anteponen su orgullo como pueblo a las propias vidas de sus seres más apreciados, no existe lugar para la piedad ni el perdón.
Y me preguntas también por la suerte de ese mercader, ¿no es cierto? – continuó el general cartaginés con sus explicaciones sintiéndose cómodo con ello. – He de admitir que este hombre ha realizado su trabajo mejor de lo que esperaba. Lo que no consiguieron mis soldados, lo ha logrado un solo hombre. – Tras lo ingenioso de sus palabras, Aníbal se permitió soltar una profusa carcajada. – Con su sola presencia ha conseguido desguarnecer estas inexpugnables e irresistibles defensas, ¿no lo crees así, mi estimado Maharbal?
El comandante de la caballería númina no tenía claro hacia dónde quería dirigir las palabras su general, empezaba a sentirse incómodo por la pregunta que le hacía solo varios minutos antes. Rápidamente, Aníbal leyó la duda en los ojos de su comandante y antes que la misma afectara al cumplimiento de sus obligaciones, sentenció: Su trabajo aquí ha concluido y si hoy, por fin, tomamos la ciudadela, ya no existirá motivo alguno para preocuparnos del avituallamiento de la tropa; todos regresaremos pronto a nuestros hogares. Y recuerda esto para un futuro, Maharbal – quiso matizarle Aníbal de manera contundente. – Cada uno de los amigos de los saigantheos correrán su misma suerte, se encuentren dónde se encuentren. Hoy sangrarán las calles de Arse, pero mañana, quizás, sangren las de otras. Y si no fuese aquí, en tierras de la Iberia, quédate tranquilo que los ejércitos de Cartago marcharán a su encuentro, sea en un campo de batalla, sea a los pies de sus murallas. Pero mi querido Maharbal, no es el momento de preocuparse por ello, ya habrá tiempo suficiente para tratar este asunto a su debido momento. Ahora solo asegúrate que se cumplan mis órdenes.
Maharbal asintió con un movimiento seco de cabeza, dio media vuelta y partió a preparar al resto del ejército para el asalto final.
Y así fue como, cual plaga castigo de los dioses, los púnicos penetraron definitivamente en la ciudad. En un primer instante encontraron las calles prácticamente vacías, la población seguía en la parte más alta de la ciudadela. Conforme iban ascendiendo desde la zona norte de la ciudad, sólo lograron cruzarse con un único hombre. Empuñaba un arma en su mano diestra y con la contraria sujetaba un scutum ya deteriorado por los constantes golpes recibidos. El sujeto parecía famélico, enfermo, y vestía con ropajes sucios y desaliñados. Su mirada permanecía perdida en el horizonte, más allá de los bosques y montañas que un día, no recuerda cuándo, dejó de recorrer.
Varios infantes corrieron hasta él con la intención de abatirlo, lo creyeron presa fácil. Pero el escuálido guerrero, sacando fuerzas de una rabia contenida y profunda, logró dar muerte a tres de ellos asestándoles golpes y buenas estocadas. Hizo falta el apoyo de algunos lanceros para conseguir derribar al guerrero saguntino, a quien, finalmente, lograron abatir y separar su cabeza del cuerpo, aun convulso sobre el charco de sangre generado.
La lucha y resistencia de este saguntino no hizo más que enardecer los ánimos de los norteafricanos, quienes acabaron empleándose con mayor saña contra la población a la que se iba encontrando conforme ascendían a la parte más alta de la ciudad.
Gritos de pánico y terror se empezaron a escuchar en la ciudadela. Los soldados púnicos, presos del furor, aniquilaban a cuantos varones adultos o menores encontraban por unas calles de las que por fin se habían apoderado.
Cuando los cartagineses alcanzaron la zona pública, jóvenes y adultos desarmados eran asesinados sin piedad; las mujeres violadas y los hijos arrancados de sus brazos. Los pocos que pudieron armarse, apenas lograron ofrecer resistencia a la avalancha que se les vino encima. Los hubo quienes tomaron de la mano a sus familias para salir corriendo hacia las viviendas y, en un acto de desesperación, prenderlas fuego con ellos en su interior. Algunas mujeres, al presenciar el trágico final de sus maridos, se arrojaron al vacío desde las murallas. Otras optaron por ahorcarse y, otras tantas, en degollar a sus propios hijos.
No hubo clemencia para los hombres de Arse. Incluso los viejos, heridos y enfermos, a los cuales no se les podía sacar ningún partido como esclavo, fueron ejecutados allí donde los encontraban. En esa jornada en la que la ciudadela estaba siendo tomada, se lograba abundante recompensa a costa de varias generaciones de saguntinos que desaparecían de un plumazo.
Cuando por fin llegaron a la vivienda donde se había estado celebrando la asamblea momentos previos, esta fue prendida en llamas y sus asistentes ejecutados. Uno que, por sus ropajes, no parecía habitante de la ciudad, gritaba desesperadamente el nombre de Aníbal mientras era ensartado por varias armas púnicas.
Finalizada la masacre y mitigada la ira de los cartagineses, el ejército de Aníbal logró reunir buena cantidad de oro y plata que no había dado tiempo a que fuera destruido por el fuego. También se hizo acopio de buen número de platos, jarras, copas y otros enseres de excelente factura, casi todos ellos procedentes de talleres griegos, que serían enviados a la ciudad principal de Cartago junto con un buen número de cautivos tomados ese día. Otros esclavos quedarían en propiedad del ejército para su correspondiente venta y otro pequeño grupo, por decisión expresa de Aníbal, enviado al templo de Melkart, situado en las proximidades de Gadir. Era este un lugar sagrado para el Bárquida donde Amílcar, padre del general, le hizo prometer de pequeño que haría todo lo posible en destruir a su eterna enemiga Roma; una promesa que el niño, ahora general del ejército de Cartago, se encontraba con fuerzas suficientes para cumplirla.
Sagunto fue tomada en el año 218 a.C., al octavo mes de iniciarse el asedio y esperando una ayuda romana que nunca llegó. Aún permanecía la delegación saguntina en Roma cuando, en la primavera del año siguiente, se conocía la trágica noticia de su caída.
Parte de los senadores romanos esperaban que, al menos, los saguntinos hubiesen aguantado hasta transcurrida la parada invernal; habían albergado la esperanza de presentar a un debilitado Aníbal antes los ojos del pueblo Cartago y del resto de pater conscripti. Pero el general cartaginés, en contra de toda previsión, logró trasladar a todo su contingente militar de vuelta a Qart Hadast, sus cuarteles de inverna, sin necesidad de mantenerlos bajo el frío invierno del escenario bélico.
Con la toma de Sagunto, Aníbal lograba debilitar la moral de su mayor enemigo, Roma. Además, lograba infundir el pánico y la completa sumisión del resto de pueblos de la vieja Iberia, no dejando atrás ningún enemigo que pudiera causar impedimento alguno en sus intenciones de avanzar hacia tierras latinas. Pudo abastecerse de los ricos recursos de Arse e incorporar su portus dentro del círculo comercial y logístico de Cartago.
Conociendo el funesto y triste final de la ciudad íbera, e iniciados los preparativos para la futura campaña bélica, la facción partidista de Quinto Fabio Máximo en el Senado aún llevará a cabo un último intento para evitar el inevitable conflicto que terminaría perjudicando gravemente sus intereses y los de sus clientelas. Desde tiempo atrás, parte de la oligarquía cartaginesa mantenía estrechas relaciones con el grupo de los Fabios, por lo que cabía la esperanza de presentar a Aníbal ante el Senado de Cartago como único responsable de la crisis. De esta forma se culparía a la facción Báquida, la oposición de los oligarcas favorables a Roma, por permitir que se llegara a esta situación extrema. Era una forma de evitar que los intereses particulares y compartidos entre algunos grupos romanos y cartagineses no se vieran afectados.
Siendo necesaria una declaración formal de guerra, fue enviada una nueva delegación romana a la ciudad púnica. Esta quedaba presidida por Marco Fabio Bueto, quien llevaba orden expresa del Senado para formular un ultimátum y reclamar la entrega de Aníbal como máximo responsable de la violación de los tratados firmados. El embajador romano, mostrando el pliegue de su toga, se dirigió a los miembros del Senado de Cartago: “Aquí os traigo, cartagineses, la paz y la guerra; tomad aquella que elijáis”. Y así fue como, oficialmente, daría comienzo la Segunda Guerra Púnica.
Sagunto será reconquistada por las legiones romanas y devuelta, definitivamente, a sus pobladores sólo seis años después de su caída, en el año 212 a.C., de la mano de los Escipiones.