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Resulta que en tales circunstancias, a finales de 1157, habían llegado a Toledo don Raimundo, abad del monasterio de Santa María de Fítero, y fray Diego Velázquez, ambos religiosos del Císter. El abad se había hecho acompañar del hermano Diego para disponer de una mayor facilidad a la hora de acceder al rey, al cual pretendía solicitar confirmación de los privilegios concedidos por Alfonso VII en su abadía. Tiempo atrás, Diego Velázquez fue amado del anterior monarca y amigo en la infancia del Deseado.
Los dos religiosos serían recibidos en audiencia por el monarca y fue entonces cuando Sancho III les informaba del gravísimo peligro en la que se encontraba el reino; las preocupaciones del rey iban en aumento. Además de la inminente llegada almohade a tierras castellanas, también estaba la guerra de desgaste que su hermano don Fernando practicaba desde los campos de León.
Preocupado, el rey castellano llamó a consejo a todos los principales y barones, pidiendo a su antiguo amigo que asistiera a tal reunión. Si bien no recibiría de él ningún ofrecimiento, por lo menos le sería de gran ayuda por su sabia opinión. En todo momento evocaba cuál sería la actitud de El Emperador ante la presente desdicha y la de sus caballeros hacia el antiguo rey.
Los nobles fueron avisados del desamparo en la que se encontraba Calatrava y de la grave amenaza que se cernía sobre la seguridad de Toledo ante la nueva situación acontecida en la frontera musulmana. Sin más preámbulos, decidió solicitar voluntarios para su defensa.
Estos, siendo conscientes de la dificultad en la empresa requerida, así como de su inútil batalla, se mantuvieron en silencio a la espera de que se dictara otra resolución que no fuera la de aportar sus huestes a una plaza entendida como perdida. Fue entonces que don Sancho decidió entregar la villa al primero que se decidiese a defenderla en favor del reino de Castilla.
A la vista de la reticencia de los caballeros castellanos, en el fuero interno de fray Diego Velázquez despertaron sus más sentidos bélicos. Por ello pidió excusarse, solicitando que también lo acompañara el abad; precisaba debatir con él, y en privado, una importante cuestión. Así sacó de la tienda real a don Raimundo, para insistirle, rogarle e implorarle que era preciso recoger la oferta real relacionada con esta plaza desamparada.
– ¿De dónde sacarían una hueste tan numerosa como para defender la fortaleza de este poderoso enemigo? – le preguntaba nervioso el abad al fraile. La cabeza de don Diego pensaba a un ritmo frenético, propio de un hombre acostumbrado a mil batallas. Buscaba improvisar una solución que le permitiera recuperar la iniciativa ante esta situación de desventaja: – Podríamos utilizar a los hermanos seglares de nuestro monasterio en Fítero – contestaba rápidamente.
– Pero ellos son peones, agricultores y pastores. ¿Qué saben estos hombres de armas? – insistía don Raimundo refutando una idea tan descabellada. – Yo me encargaría del aspecto militar, padre. Usted, en cambio, podría hacerlo del espiritual. – le contestaba Diego.
En un mar plagado de dudas, el abad don Raimundo regresó al consejo junto con el fraile. Y lo que a continuación aconteció, causo tal sorpresa que provocó las burlas entre los nobles de la corte: la oferta sería definitivamente aceptada por el abad Raimundo. Lo que pareciera una temeridad o locura, fue, sin embargo, un hecho transcendental para el futuro de Calatrava y todo su entorno.
Don Sancho III El Deseado, sin otra solución a la vista, puso Calatrava en manos de estos dos monjes. Muchos de los principales consideraron la propuesta como un mero suicidio. Otros, en cambio, despertaron el más oculto de sus recelos tras la aceptación de la oferta por parte de los religiosos.
Tras hacerse cargo de la plaza, lo primero que hicieron los dos frailes fue acudir al arzobispo de Toledo para que les otorgara su bendición ante la arriesgada empresa y les proporcionara los medios necesarios con los que llevar a cabo las mejoras necesarias sobre la defensa de la fortaleza.
Y así fue como el 01 de enero de 1158, en las tierras de Almazán, el reyo don Sancho III firmó la carta de donación perpetua de la villa y fortaleza de Calatrava a la Orden del Císter, representada esta por el abad Raimundo: “En el nombre de la Santísima Trinidad, […] Por tanto, yo el Rey D. Sancho […] por divina inspiración hago carta de donación y texto de escritura, para siempre valedero, á Dios, y á la Bienaventurada Virgen María, y á la Santa Congregación del Cister, y á vos D. Raimundo, Abad de Santa María de Fitero, y á todos vuestros Freiles de la villa que se llama de Calatrava […] por juro de heredad, para que la tengáis y poseáis libre y pacífica, desde ahora para siempre, y la defendáis de los paganos, enemigos de la cruz de Cristo, con su favor y el nuestro. Y digo que os la doy con sus términos, montes, tierras, aguas, prados y pastos, entradas y salidas… “
Esta donación quedaría confirmada por el rey de Navarra, el mayordomo del soberano, el potestad de Castilla, el señor de Logroño, el primado de las Españas, así como varios condes, magnates y prelados, entre ellos Cerebruno de Sigüenza.
Un mes más tarde, hallándose el monarca castellano con su Real acampado en Segovia, donó también a los frailes cistercienses el pago y aldea de Cirujales y, al siguiente, la aldea de Ciruelos; ambas en el territorio de Toledo y en señal de gratitud por haberse prestado a la defensa de Calatrava.
A la par, el arzobispo toledano prometió indulgencias a todo aquel que acudiera a la fortaleza en su ayuda, confirmando también las donaciones realizadas y publicando una cruzada en nombre de la Santa Sede y en contra de los sarracenos.
Sin pedir consentimiento alguno a la Orden del Císter ni a la abadía de Scala Dei de la que dependían, los dos religiosos llegaron a reclutar unas veinte mil almas con la que repoblar los campos calatraveños y formar una milicia.
Y por fin la plaza de Calatrava pudo hacer frente a la amenaza musulmana en la frontera del reino de Castilla. Por su parte, los sarracenos, a la vista del refuerzo de hombres llegados a la fortaleza, desistieron en su ataque y no se presentaron ante sus puertas. Decidieron retroceder grupas de sus monturas y regresar nuevamente hacia las tierras de al-Andalus.
Cuenta la leyenda que el rey Sancho “Hallose en Calatrava un día que se ofreció rebato de moros. Vio la prisa y el ánimo con que los monjes y caballeros salían al enemigo, y vio a los mismos, después de recogidos, en el coro a completas, las manos cruzadas, los ojos en tierra, cantando las divinas alabanzas con notable espíritu. Admirado de tal mudanza, dijo al abad: Paréceme, padre, que el son de las trompetas hace a vuestros súbditos lobos, y el de las campanas corderos. – Será – respondió el santo abad – porque aquellas los llamaban para resistir a los enemigos de Cristo y vuestros, y estas son para alabarlo y rogar por vos.”
A partir de esos momentos las correrías, escaramuzas y batallas regresaron al territorio de frontera musulmana y fue tan importante la intervención de esta nueva milicia de Cristo que otro famoso rey castellano, don Alfonso VIII, el de las Navas, quiso recompensar su leal servicio, concediéndoles nuevas donaciones. De esta manera nació la Orden de Calatrava.