La caída de Sagunto. Capítulo VIII
Tras el último intento frustrado por irrumpir en la ciudad y ya recuperado de la herida de su pierna, Aníbal decidió que, llegados a estas alturas del asedio, lo mejor era dar descanso a sus hombres. Únicamente se preocupó por vigilar los manteletes y arietes empleados en el anterior ataque con algunos destacamentos, ahora repartidos por las laderas del cerro. También se les había visto hacer acopio de ingentes cantidades de madera, las cuales transportaban desde los bosques más alejados que Balcaldur, previo al cerco, no había tenido tiempo suficiente de destruir.
Mientras tanto, rodeados por la gran empalizada cartaginesa que circundaba el cerro, la población de Arse era vigilada desde las staciones opera o puestos de control de forma rutinaria. En cambio, detrás de los muros del oppidum todo permanecía tranquido.
A pesar del respiro concedido por los cartagineses, en la ciudad no se detuvieron los trabajos para continuar reforzando las defensas. Noche y día, de forma casi ininterrumpida, se consiguió completar un lienzo de muralla en el mismo lugar donde se había derrumbado el tramo anterior y que había dejado a la ciudad expuesta. Su fábrica había sido también de sillares elaborados en arcilla. No eran unos bloques excesivamente resistentes, pero sí servirían para detener las nuevas acometidas púnicas. Al fin y al cabo, el material empleado facilitaba la rapidez en su construcción y, además, permitía reducir al mínimo los efectos de las máquinas empleadas por nuestros enemigos.
Estos días de calma también sirvieron para que los hombres sanasen sus heridas y se recuperaran del último combate; entre ellos, me debo incluir.
Así fue como en una de estas plácidas mañanas nos despertamos con una enorme y grata sorpresa. Desde la parte más alta de la ciudadela se daba aviso a la población que, por fin, se producía la ansiada llegada de nuestros aliados. En esos momentos, un trirreme se encontraba atracando en el desolado portus de Arse.
La gente se echó a la calle cubiertos en un mar de alegría; entre risas y abrazos se felicitaban los unos a los otros por el logro conseguido. Habíamos resistido a los duros ataques de Aníbal durante todo este tiempo y, finalmente, esta insufrible situación tocaba a su fin. Además, llegaban en el momento idóneo, pues empezaban a escasear los víveres y el agua y cada vez eran menores las esperanzas de una ayuda externa. En mi caso, no pude evitar recordar a Balcaldur el día en el que, nervioso, exponía ante el Consejo cuál debía ser el verdadero objetivo del pueblo: resistir hasta la llegada de los romanos.
Corrimos hasta las mismas murallas para contemplar el desembarco de las legiones que Roma enviaba para nuestro auxilio, todos queríamos disfrutar de este despliegue militar a orillas del mar; nunca la brisa de nuestras playas nos había parecido tan aliviadoras. Debía de ser una visión impactante contemplar el contingente romano aproximarse hasta nuestros muros y formar en orden de batalla delante de nosotros. Los hombres que aún quedábamos, estábamos dispuestos a salir junto a ellos y echar, definitivamente, al Cartaginés de nuestras tierras.
Pero algo no terminaba de encajar en todo esto. ¿Por qué atracaba una sola nave en el puerto?, ¿dónde estaba el resto de la flota aliada? ¿Habrían enviado primero a la tripulación de ese trirreme a parlamentar con el Bárquida mientras el resto de naves se mantenía a la espera en algún otro caladero próximo?
En su tienda de campaña, Aníbal fue avisado de la llegada de los dos embajadores enviados por Roma, un tal Publio Valerio Flaco y otro de nombre Quinto Bebio Tanfilo. Ni se dignó a recibirlos, su propio orgullo así se lo impedía. En su lugar, optó por enviar a varios mensajeros para instarles que, ante el estado tan crítico que se vivía en este lugar y con todo un pueblo íbero insurrecto levantado en armas, el general cartaginés se excusaba al resultarle completamente imposible atenderlos; menos aún, a garantizarles su propia seguridad.
Así fue como, en esa misma mañana, contemplábamos impotentes la marcha del único trirreme romano que se había acercado hasta nuestras aguas en todo este tiempo. Pero, en lugar de dirigir sus velas hacia el norte, como sería el caso de navegar hasta un puerto aliado de la cercana Emporion, surcaba las aguas rumbo al sur, hacia la misma dirección donde horas después una nave púnica desplegaba sus velas y se dejaba llevar por el viento.
Tras la negativa de atenderlos personalmente, Aníbal intuyó que la delegación romana partiría de inmediato rumbo hacia la ciudad de Cartago. En la capital púnica los itálicos expondrían las quejas oportunas ante su Senado e intentarían persuadir a la facción contraria los Bárquidas de abandonar el objetivo de conquistar Arse. Traidores hay en todos los pueblos, debió pensar el general cartaginés.
Por esa misma razón corrió a enviar misivas urgentes a los miembros de su partido en el Senado de su ciudad con objeto de informarles acerca de la nueva situación. Por todos los medios se debía de evitar que Cartago pudiera realizar cualquier tipo de concesión a los que él consideraba como al verdadero enemigo, Roma.
En esa misma mañana, la alegría de nuestros corazones y la esperanza de todo un pueblo se esfumaban con los mismos soplos de viento que hinchaban las velas de la nave romana. Me temo que sólo éramos una mera pieza en el tablero donde competían exclusivamente estas dos grandes potencias.
Aquella misma noche, Aníbal se dirigió a su ejército en un acto que ninguno de nosotros logró olvidar. Lo hizo con la idea expresa de enardecer los ánimos, arengar a sus hombres prometiéndoles grandes recompensas, muchos esclavos y el suntuoso botín que les aguardaba en Sagunto. Les repetía, una y otra vez, que los cautivos y bienes serían de su posesión después que se consiguieran tomar la ciudad. Con tales promesas, logró generar una especie de locura colectiva entre sus filas, una euforia cuyos gritos resonaron en el interior de la ciudad de Arse provocando que sus cimientos temblaran de horror. Muy pronto la lucha retornaría.
Impacientes, a la mañana siguiente los cartagineses reanudaron su ofensiva, si cabe bajo un ataque aún más despiadado que el realizado en anteriores ocasiones. Por todas partes resonaban gritos confusos, clamores, por lo que resultaba casi imposible determinar dónde se debían priorizar los esfuerzos o en qué zonas eran más necesarios los efectivos con los que aún contábamos. La infantería africana con apoyo de los pueblos de la Iberia, unos sometidos y otros unidos a la causa del Bárquida, insistieron en el uso de escalas mientras que sus ingenios iniciaban nuevamente las maniobras de aproximación hasta nuestras murallas.
Desde las defensas se nos hacía bastante complicado asistir a cada uno de los focos que abría el enemigo y, por tanto, priorizar el envío de refuerzos al frente oportuno. Ya no era sólo la población en edad de combatir la que apoyaba a nuestros guerreros, era todo habitante de Arse – niño, mujer o anciano – capaz de cargar con las astas de nuestras armas, los contenedores de resina, aproximar los hogares para los encendidos de estopas, arrojar piedras y demás los que nos encontrábamos en el frente luchando. Se hacía imprescindible, más que nunca, cualquier tipo de ayuda por muy insignificante que esta fuese.
Tal vez lo que hacía distinto a esta nueva ofensiva púnica, en relación a las anteriores, era comprobar como buena parte de su ejército se afanaba por terminar de allanar una especie de agger o terraplén artificial que habían estado preparando desde días atrás. Pero, ¿qué nueva idea descabellada tendría en mente el general cartaginés? No pasaría demasiado tiempo para dar respuesta a esta pregunta que muchos de nosotros nos hacíamos conforme abatíamos a nuestros enemigos en las murallas.
Durante el último receso que Aníbal había realizado, justo antes de que se reanudaran los ataques, aparte de utilizarlo para el descanso de sus hombres, también lo dedicó para proveerse de la madera suficiente con la que construir una enorme torre móvil, la cual había construido en pisos y ordenado desplazar frente a las murallas. Esta maniobra la ejecutaron sobre la pendiente de tierra batida que habían estado apisonando, con un general Cartaginés al frente en las operaciones de aproximación. Este gritaba y alentaba a sus hombres con grandes recompensas mientras iban colocando rodillos de madera en el agger o empujaban la estructura, ayudados con un sistema de poleas, al compás de las bestias de tiro que arrastraban de ella. En esos momentos, todos los allí presentes quedamos enmudecidos con la escena que estábamos presenciando; debo confesar que, debido a la magnitud del inminente peligro que nos acechaba, el problema de las escalas y los arietes pasaron a un segundo plano.
Gracias a la pendiente artificial que habían preparado, la torre móvil lograba superar en altura cualquier fortificación dispuesta en la ciudad. Cada una de sus plantas fue dotada con piezas de artillería, catapultas y ballistas, las cuales no tardarían en poner en uso contra nuestra población. Corrí a buscar apoyo ante el nuevo ataque cuando, de repente, la mole de madera se detuvo sobre una plataforma reforzada muy cercana a la muralla. No tardaría en oirse los chasquidos secos de unas cuerdas de torsión al romper el gélido frío y, a continuación, el estruendo de unos muros derrumbándose y los gritos agónicos de unos hombres que, apostados sobre las defensas, se desplomaban al vacío hasta reventar sus cuerpos al otro lado.
Así otro, luego otro, otro y después otro. Aníbal utilizaba su gigantesca torre, no para facilitar el asalto directo a la ciudad, ni siquiera para intentar derribar los lienzos de murallas que encontrara a su paso. Lo hacía para barrer de defensores los adarve volando por los aires las zonas más altas de nuestro sistema defensivo. Lo peor de todo era que, en esos instantes, carecíamos de un hombre con la serenidad y la mente clara que supiera comandar nuestra defensa eficazmente. Fue todo muy caótico en esos momentos cruciales.
Cuando, por fin, nos repusimos del ataque como bien pudimos, respondimos con las únicas armas que contábamos: nuestras faláricas incendiarias. Lástima que durante todo este tiempo nadie echara en falta la construcción de alguna pieza de artillería que permitiera arrojar un proyectil más allá de lo que alcanzaban a llegar nuestras armas arrojadizas; una verdadera lástima, sí.
Pero los esfuerzos resultaban en vano, por lo que la desesperación acabó por embriagar los ánimos de los nuestros rápidamente. Toda jabalina prendida en fuego y arrojada contra la colosal estructura de madera, acababa apagándose por culpa de las cubiertas de cuero empapadas en agua que la protegían. Pero no podíamos hacer otra cosa que seguir insistiendo; no quedaba otra, mientras sus armas limpiaban de amigos y compañeros cualquier signo de resistencia los muros de Arse.
Concentrados como estábamos intentando derribar esta enorme bestia de madera, la cual continuaba castigando sin piedad las murallas y la torre del sector norte, ni tan siquiera bajar la guardia de los múltiples intentos de expugnación mediante escalas y arietes, nadie se percató del verdadero peligro. Ninguno de nosotros pudo o supo detectar nada, pero se acababa de iniciar el principio de nuestro final.
Aníbal aún se mantenía próximo a la torre móvil impartiendo órdenes a sus artilleros, cuando recibió la llegada de una partida de jinetes que, a golpe de pezuña, se aproximaron hasta su posición. Uno de ellos descabalgó y se dirigió personalmente al Bárquida. Este asintió y los jinetes marcharon de la misma forma como habían llegado. A continuación, debió considerar el momento idóneo para enviar varios cientos de zapadores a minar el trozo de muralla restaurada. Nadie en las defensas se percató de ello, pero las dolabras de este cuerpo especializado del ejército africano apenas encontró resistencia sobre la base de los muros donde se pusieron a trabajar. Para nuestra desgracia, fruto de las prisas y la improvisación, se habían fijado las hileras de los nuevos sillares con capas de adobe al modo antiguo, es decir, apoyadas unas sobre otras y no trabadas con argamasa. Este fatal error en la restauración de los muros supo aprovecharlo perfectamente nuestro enemigo.
Conforme los zapadores iban picando los bloques de piedra, poco a poco, la parte alta de la muralla se fue desarmando a tramos. Sin apenas oposición, los púnicos continuaron con su labor de minado hasta abrir un enorme agujero por donde, finalmente, lograron penetrar en el recinto y ocupar una de las posiciones más elevadas en el interior, dominando con ello la zona baja de la ciudad.
Al poco, en el espacio que consiguieron tomar, construyeron una especie de cabeza de puente adelantado donde, parapetados, prepararon gran cantidad de escorpiones y ballistas. En ningún momento la población de Arse sospechó de los movimientos del enemigo en el interior de la ciudad hasta que los cartagineses, desde su improvisado castellum, comenzaron a darnos caza como a viles alimañas.
Abiertos los muros y ocupada esta posición estratégica, nos vimos obligados a abandonar la primera línea defensiva y protegernos tras los muros interiores, aquellos mismos que Balcaldur insistió en levantar desde un principio y cuya obra por fin habíamos concluido.
Los combates se volvieron a agudizar, peleamos con la poca energía que nos quedaba mientras notábamos como el cerco se iba estrechando cada vez más. El espacio para defendernos se reducía por momentos hasta dar la sensación de llegarnos a asfixiar.
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