La débil llama de Vesta

Tercer cuarto del siglo III d.C., en cualquier rincón del Imperio nace un nuevo usurpador, un rebelde local o un autoproclamado rey de un territorio. Los nuevos imperators son nombrados por la guardia pretoriana o se proclaman apoyados por sus legiones. Algunos se suicidan, otros son simplemente asesinados.

AURELIANO

Aureliano. Numismática MNAR Mérida.

El Imperio se hace viejo y envilece. Roma se siente incapaz de hacer frente a todas sus amenazas y las fronteras, desde el Rin hasta el Éufrates, se contraen cada vez más. Ya no nacen emperadores de gran carisma como Augusto, Trajano o Antonino. El Senado se manifiesta abiertamente infiel y traidor, corrupto. La única garantía que sobrevive en este tiempo es la nueva estirpe de combatientes procedentes de las lejanas tierras del Danubio; una nueva casta de líderes a las que se aferran sus legiones para intentar mantener el poder sobre el resto de pueblos, aun sacrificando parte de sus antiguas tradiciones.

Lucio Domicio Aureliano llegaba al extremo oriental del Foro romano, a los pies de la colina Palatina, poco antes de la hora quinta. Lo hacía escoltado por sus hombres de mayor confianza, los mismos que lo habían proclamado Imperator tras el fallecimiento de Marco Aurelio Claudio hacía menos de dos años y con los que sellara la Concordia Militum, el pacto de fidelidad. El nuevo emperador recelaba de la guardia pretoriana, sobre todo si formaban parte de las muchas conspiraciones en las que se veían involucrados con los senadores romanos.

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Accediendo a la zona del Atrium Vestae y el Templo de Vesta. Foro Romano, Roma.

Sus consejeros le habían insistido en el hecho de no retrasar por más tiempo su comparecencia ante la diosa Vesta o, por lo menos, debería acallar los rumores que los miembros del Senado habían empezado a difundir. Aureliano no era hombre muy dado a la liturgia, más bien era del tipo ‘con la mano en la espada’, es decir, rápido y diestro con un arma en el fragor del combate. Precisamente, en tiempos de su predecesor, los compañeros de fila le habían apodado Ab Ferrum, la mano de hierro. Pero allí estaba, en pleno centro sagrado de la ciudad, frente por frente al palacio de tres pisos con ochenta y cuatro habitaciones situado por delante de la antigua Regia. Por fin había llegado a la Casa de las sacerdotisas Vestales. Era una mañana gris encapotada, en una jornada de obligada asistencia y en la que el emperador, agotado, tenía prisas por concluir.

La noche anterior Aureliano no había podido descansar. En realidad, no lograba conciliar bien el sueño tras instalarse en Roma después de su regreso de la Dacia. Estaba convencido que la decisión adoptada meses antes fue la acertada si quería continuar fortaleciendo su posición en aquellos territorios más debilitados, a expensas de haber perdido para siempre la provincia del Este conquistada por el emperador Trajano y que tantas riquezas había reportado a la ciudad desde entonces.

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Atrium Vestae en Foro Romano. Roma.

Nada más acceder al poder, Aureliano tuvo que partir hacia el norte de Italia para reprimir los avances de las invasiones jutungas, sármatas y vándalas que, constantemente, intentaban cruzar el Danubio. Logrado su objetivo, dirigió su ejército hacia los Balcanes, más allá de la gran frontera fluvial, para derrotar momentáneamente a los godos. Pero los intentos de penetración de los pueblos invasores en territorio romano eran cada vez mayores y más frecuentes. A fin de lograr cierta estabilidad en las limes, y aun en contra de la voluntad de los senadores romanos, el emperador se vio obligado a negociar la Dacia y ceder definitivamente sus tierras a los bárbaros para después organizar la evacuación de la población.

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Vestalis Maxima representada con tocado característico, procedente de la Casa de las Vestales. Museo de las Termas de Dioclesiano, Roma.

Cierto es que las fronteras se redujeron en esta parte del Imperio, pero no es menos cierto que, con la retirada de tropas en la provincia de la Dacia, Roma liberaba un enorme contingente militar para afrontar otros objetivos que en esos momentos se antojaban trascendentales para sus intereses.

No era, pues, el problema de la Dacia lo que le impedía dormir al emperador Aureliano. Hijo de una sacerdotisa del Sol en su Panonia natal, se decía de él que había heredado los dones proféticos de su madre. Desde que decidiera invertir todos sus esfuerzos en las campañas militares de Oriente, la imagen de Apolonio de Tiania se le presentaba en sueños implorándole misericordia ante las ciudades que conquistara y suplicándole que no vertiera la sangre de los inocentes. Era este Apolonio un filósofo del siglo I d.C. muy admirado por el nuevo emperador, que, durante su existencia, había vivido en Tiania, una de las ciudades asiáticas sublevadas al poder romano y que Aureliano se había propuesto recuperar a base de hierro, muerte y destrucción.

En el patio ajardinado del Atrium Vestae se encontraban trabajando un buen número de esclavos. Uno de ellos, el encargado de limpiar la hojarasca de los estanques, al ver aparecer la comitiva militar escrupulosamente uniformada, rompió a correr hacia el interior de la residencia. Al poco, hizo su aparición la Vestalis Maxima acompañada por dos de las vírgenes Vestales; estas últimas portaban entre sus manos unas lámparas encendidas. A la máxima responsable del Colegio Sacerdotal se la veía un tanto nerviosa, tal vez inquieta. Durante los últimos días había tenido conocimiento de la inminente visita del emperador a sus instalaciones, aunque desconocía cuál sería el momento elegido.

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Busto de Marco Aurelio hallado en la Casa de las Vestales. Museo de las Termas de Dioclesiano, Roma.

La suprema sacerdotisa era consciente de la importancia que conllevaba este primer encuentro. Sabía que debía agradar a Aureliano, impresionarlo, hacerle entender que la diosa Vesta, muy querida y respetada aún por los ciudadanos, seguía siendo el fuego de Roma y la verdadera protectora de la ciudad. Debía intentarlo con todas sus energías, aunque hubiese percibido que la llama sagrada empezara a debilitarse. Su mayor preocupación era que se volvieran a repetir las mismas relaciones, distantes y frías, vividas con los dos emperadores anteriores, Gallienus y Aurelius Clodius, más interesados en promulgar y legitimar el culto al Sol invictus, el dios del Sol, que aproximarse al calor que seguía desprendiendo el fuego de la divinidad arcaica. La máxima responsable de las vírgenes Vestales se veía en la obligación de revertir esta situación e intentar volver a aquellos tiempos en los que el gobernador elegido se comportaba como un auténtico pater familias para sus jóvenes sacerdotisas. Desde los jardines, día tras día presenciaba como la domus publicae, el hogar del Pontífice Máximo, permanecía vacío.

Con una protocolaria bienvenida, la Virgo Maxima agradeció al Augusto su visita al Colegio de las Vestales y, después de un breve intercambio de saludos, le convidó a dar un pequeño paseo bajo el pórtico que delimitaba el jardín de este complejo sacro; la guardia encargada para la protección del emperador, debía de permanecer a la espera, pero fuera de las instalaciones.

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Pórtico del Atrium Vestae. Foro Romano, Roma.

Aureliano aceptó sin titubeos la invitación de la sacerdotisa, mientras contemplaba curioso la gran belleza de las dos jóvenes Vestales que la acompañaban. Las dos sacerdotisas vestían con túnica de lino blanco adornada con una orla púrpura, además de una fina y preciosa palla; sus cabellos permanecían cubiertos por un velo y una banda de lana de color púrpura también – la vitta distintiva de las Vestales – rodeaba su cabeza hasta sujetar sus trenzas. Desconocía el motivo, pero algo le empujaba a buscar en la pureza de estas dos jóvenes el rostro imaginario de la Reina Zenobia, a la cual no lograba apartar de su mente desde la noche anterior.

En esa misma semana habían llegado los ansiados informes acerca de la ciudad de Palmira, sus defensas y el posible potencial militar que podría desplegar, sobre la árida tierra de Oriente, la reina Septimia Bathzabbai Zainib, también conocida como la reina Zenobia y a la que los representantes de su pueblo se habían atrevido a honrarla con el título de Augusta. Aureliano rechinaba entre dientes recordando este título honorífico, así como el de Agusto otorgado a un hijo de la regente llamado Lucius Iulius Aurelio Septimio Vaballathus Atenodoro, Vabalato. Estaba claro que había gente capaz de erigir Oriente como un imperio romano separado de Occidente. – Cuando caigan en mis manos, serán todos ejecutados – pensaba el emperador.

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Estatua de Vestal, edad Antonina, procedente de la Casa de las Vestales. Museo Palatino, Roma.

Fue en esa noche que no lograba conciliar el sueño cuando, en su tablinum privado y sobre una robusta mesa tallada con delicadas patas de felino, el emperador desplegaba los mapas del autoproclamado reino de Palmira y todo el territorio conquistado por Zenobia en estos últimos cuatro años. Observaba detenidamente el trazo negro de los detalles plasmados sobre el extenso rollo de papiro: por lo que podemos anticipar – hablaba para sí el emperador – la ciudad podría encontrarse amurallada en sus más de diecisiete millas de perímetro. Bien, bien. En tal caso buscaremos la confrontación fuera de ellas, manteniéndolos alejados el mayor tiempo posible. Habrá que evitar que se cobijen tras sus muros.

Durante los últimos años, la reina Zenobia se había preocupado en fortificar adecuadamente la ciudad. Palmira quedaba defendida mediante dos murallas concéntricas: una exterior que la delimitaba en su totalidad, incluyendo campos de cultivos y huertos, y otra interior, más poderosa, que protegía los edificios principales y el palacio real con torres y bastiones. Además, la usurpadora, como Aureliano siempre se refería a ella, había dotado a la ciudad de una gran belleza sólo comparable a la clásica Atenas. En su acrópolis ordenó levantar majestuosos templos, destacando el Templo del Sol, hermosos monumentos, un sinfín de jardines y otros tantos edificios públicos, administrativos, religiosos y culturales. Una gran avenida principal quedaba custodiada por columnas corintias de más de cincuenta pies de altura en las que sobre sus capiteles se erigían estatuas de héroes y benefactores. El ágora también permanecía engalanado con estatuas y colosales columnas; incluso había ordenado levantar una enorme imagen en su honor y otra en recuerdo de Septimio Odenato, su difunto marido asesinado.

Era una habitación austera donde el emperador Aureliano buscaba la mejor forma de acabar para siempre con la provocación y el desafío de la reina Zenobia de Palmira. Una imagen del Sol Invictus, con corona radiada y rematada en puntas, destacaba sobre el resto de la decoración; tan sólo precisaba la mesa con los mapas y su dios, nada más. Palmira – prosiguió Aureliano con sus reflexiones – cuenta con, aproximadamente, unos ciento cincuenta mil habitantes. Tal vez Zenobia tenga capacidad para desplegar unos setenta mil guerreros o más, puede que en su mayoría caballería, tal y como indican los informes. Parece que la reina utiliza a la caballería ligera, los arqueros que recluta de las tribus sirias, como apoyo al verdadero peligro para nuestras legines: sus catafractos y clibanarios.

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Losa con la imagen del Sol Invictus, representado con la corona radiada, junto a un hombre de larga barba, tal vez genio de la Guardia Imperial, y en el centro la cabeza de la Luna entre dos estrellas. Museo de las Termas de Dioclesiano, Roma.

Frente a la imagen del Sol Invictus, a quien profesaba fervientemente, Aureliano meditaba esperando, tal vez, alguna revelación de su dios. Buscaba la mejor forma de afrontar la campaña y enfrentarse al potencial enemigo, al igual que buscaba bajo la invocación de su divinidad la fuerza y el valor suficiente para restaurar un Imperio que se deshacía por momentos. La información que le había llegado de estos guerreros catafractos era que se trataban de jinetes fuertemente protegidos, tanto ellos como sus robustas monturas, a través de una armadura fabricada en láminas de metal superpuestas entre sí; su principal arma ofensiva era una enorme lanza o asta. Después estaba la caballería también pesada de clibanarios que, al igual que los catafractos, peleaban recubiertos de armadura, pero utilizando armas propias para el combate cuerpo a cuerpo, es decir, hachas, mazas, etc.

Al no recibir respuesta alguna de su divinidad, Aureliano retrocedió para ir en busca de una copa de plata donde servirse algo de vino afrutado que le endulzara su seco paladar. Entonces recordó las palabras del mensajero cuándo él le quiso formular la pregunta directa de cómo era esta reina. Augusto – le había contestado el soldado – se cuenta de la reina Zenobia de Palmira que es una mujer de carácter fuerte, inteligente, de gran cultura y enorme belleza.

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Portico de los jardines de la Casa de las Vestales decorado con las estatuas de las Vestales Maximas. Foro Romano, Roma.

Gran cultura y enorme belleza – se repetía Aureliano mientras se volvía hacia la imagen de su dios con la copa de vino en la mano. ¿Cuánto de bella es esta mujer? – se atrevió a insistir el emperador, quien parecía cada vez más interesado por la figura de la reina que por el conflicto en Oriente.

Aunque estaba casado con Ulpia Severina, de quien se decía que descendía de los mismísimos Ulpios de Trajano en la Dacia y con la que había tenido una hija, Aureliano se mostraba cada vez más fascinado por una mujer que siendo tan hermosa, había logrado arrebatar al Imperio una de las ciudades económica y comercialmente más importantes del Oriente y conquistar tan vasto territorio en poco tiempo. Si me permite el Imperator – se atrevió a continuar el mensajero –, dicen las malas lenguas que se trata de una mujer muy bella, de blanca sonrisa, oscuro y largo cabello, suave y dorada piel, ojos oscuros como la noche… También que es una reina de carácter fuerte; culta y muy valiente, pero también bastante desconfiada. Cuentan de ella que, en ocasiones, marcha andando varias millas con sus soldados, caza con la caballería y no desestima beber con sus aliados. Son Zabdas y Zabbai sus generales de mayor confianza y en la ciudad de las Palmeras se la conoce como la Reina Guerrera.

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Estatua de Vestalis Maxima en el pórtico del Atrium Vestae. Foro Romano, Roma.

Muy despacio, el emperador se fue aproximando nuevamente hasta la figura de la divinidad, siempre mirándola a los ojos, siempre de frente. Los mapas de la ciudad y el reino de Palmira, así como la mejor estrategia para lograr su conquista, habían pasado a un segundo plano. Su cabeza bullía intentando imaginar el rostro de esta reina que, sin saber por qué, empezaba a comparar con el de una antigua diosa helena, hermosa y valiente. Sus pasos se detuvieron, permaneciendo su rostro casi pegado al de la estatua del dios. Su mano derecha continuaba asiendo la copa, apretándola cada vez más sin darse cuenta; en su mente sólo estaba el hipotético rostro de Zenobia, la reina guerrera. Más y más apretaba la copa, pero sin señales de odio ni ira en sus ojos; más y más apretaba el recipiente, pero sin apartar la mirada de la divinidad. Hasta que, de repente, partió el fuste de la copa separándolo del cáliz de plata, el cual acabó estrellándose contra el suelo y derramando el rojo vino sobre el mármol pavimental. – Conquistaremos su amada Palmira y después le cortaremos la cabeza a la reina – concluyó. El Sol Invictus le había hablado.

Absorto como estaba en sus pensamientos, Aureliano y la Vestalis Maxima habían alcanzado el lado oriental del pórtico donde se disponía una sala abovedada con una estatua de Numa Pompilio, segundo rey de Roma y fundador mitológico del culto a la diosa Vesta. Hacía unos minutos que las dos jóvenes sacerdotisas se habían retirado a la residencia para continuar con la formación de las Vestales más pequeñas. Sólo las estatuas de las antiguas sacerdotisas supremas, elevadas sobre podios, eran testigos de la conversación que mantenían en el Atrium Vestae.

La responsable de las Vestales continuaba describiendo al emperador cómo era la vida y dedicación de estas vírgenes en la Casa del Colegio Sacerdotal. Le narraba cómo eran seleccionadas cuando tan sólo tenían entre seis y diez años, además de sus funciones durante los treinta años en los que duraba el sacerdocio. Le describía cómo se les educaba en todo lo concerniente a los rituales y las prácticas para mantener la Pax Deorum, es decir, el fuego sagrado encendido. Pero también se lamentaba a su emperador de cómo desde un tiempo las familias patricias – para quienes antes era un verdadero honor familiar, orgullo y prestigio político que miembros de su familia formaran parte de las Vestales – rehuyesen ahora de tal elección utilizando todos los pretextos e influencias políticas posibles para que sus hijas no fueran seleccionadas como nuevas sacerdotisas.

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Casa de las Vestales en el Foro Romano. Roma.

Lucio Domicio Aureliano no quiso pronunciarse ante esta queja de la Vestalis mayor; intuía hacia donde quería llevar ella la conversación, cuestión que intentaba evitar por todos los medios. Aparentando cierta curiosidad, a la vez que interés, quiso el Augusto preguntarle a la sacerdotisa sobre el origen de una fuente con la que se habían cruzado en su recorrido y que quedaba emplazada entre el antiguo templo de Cástor y Pólux y el de Vesta. – ¿Es esta la fuente de la que extraéis el agua para elaborar vuestras mola salsas y el muries sagrado? – le inquirió el emperador para obligarla a cambiar de tema.

La responsable de las Vírgenes Vestales, observando confusa el manantial que señalaba el emperador de Roma con su dedo, le contestó: No, no, no. Esta fuente es, en realidad, el Lacus Iuturnae, un altar dedicado a la ninfa Juturna. Es cierto que en tiempos pretéritos, cuando nuestra fuente se secó, tuvimos que hacer uso de sus aguas a fin de cumplir adecuadamente con las ceremonias de ese momento. Sus aguas poseen propiedades curativas y en ellas se depositan presentes para recibir la bendición de Juturna; en origen, según se nos ha transmitido, todo este espacio formaba parte de un gran bosque sagrado.

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Fuente de Juturna en el Foro Romano. Roma

Sí es verdad que precisamos de unas determinadas aguas para purificar la tierra del Templo cuando la regamos, – prosegía con sus explicaciones la Vestalis mayor –  pero éstas las obtenemos todas las mañanas de la fuente dedicada a la ninfa Egeria. En cambio, para elaborar las ofrendas realizadas a la diosa Vesta es imprescindible agua mucho más pura. Normalmente, a fines del mes de Novembris se envían naves lo más alejadas de la costa de Ostia para recoger agua de mar con la que sí elaboramos la mola y el muries.

Parecía como si Aureliano se encontrara satisfecho con la explicación, aunque esta conversación, pensaba la Vestalis Maxima, no fuera de mucho provecho. Por otro lado, el emperador rehuía tratar todo lo concerniente a la diosa Vesta y a sus vírgenes sacerdotisas; intuía que profesar el culto a una diosa tan arcaica no tenía mucho sentido para él. Ella era consciente que el emperador había organizado esta visita sólo para callar los rumores que empezaban a calar entre las calles de Roma, al igual que lo hacen las primeras lluvias del solticio de hiems. 

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Interior de la Casa de las Vestales en el Foro Romano. Roma.

Lucio Domicio Aureliano era, ante todo, un militar procedente de las tierras del Danubio; un hombre de firme voluntad y disciplinado, pero muy alejado de las tradiciones culturales que emanaban de la gran ciudad. Él, como el resto del ejército, defendía el culto al Sol Invictus, algo parecido al dios persa Mitra que se estaba asentando en la cultura romana. Esta nueva divinidad estaba considerada por la plana mayor como la única forma sincrética capaz de recuperar la unidad política perdida; como un ente universal que podía ser reconocido y adorado por cualquier habitante en cualquier parte del Imperio, símbolo productor indiscutible de todo cuanto existe. Muy al contrario que el sentimiento hacia Vesta, una diosa adorada exclusivamente para la protección de la ciudad.

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SOL INVICTO DEO. Sol Invictus, superior izquierda, y Mitra matando al toro. Siglo III d.C. Museos del Vaticano.

Y era justo en este punto donde chocaba frontalmente con el pensamiento de los nuevos emperadores: Roma no sólo era un englobado de siete colinas edificadas, también era un Imperio de territorios conquistados. Por tanto, resultaba imprescindible contar con la protección de un dios que permitiera mantener su unificación y no, únicamente, se preocupara de velar por ella. De hecho, el mismo emperador había tenido que partir para proteger a la ciudad ante la amenaza de las incursiones bárbaras. Roma pronto necesitaría de algo más que la ayuda de la diosa Vesta para protegerse, pronto precisaría de una muralla para defenderse. Esta era una conclusión a la que había llegado Aureliano tras su marcha al norte y abandonar la provincia de la Dacia.

No muy lejos de donde se encontraban, una matrona romana salía del Templo de Vesta portando un pequeño leño encendido de su interior. Esta brasa, originada por el fuego sagrado, lo transportaría hasta su domus para encender el hogar y proteger así a su familia. Otra mujer salía del mismo edificio, muy probablemente vendría de realizar cualquier tipo de ofrenda. – Visitemos a la diosa Vesta –, pidió el emperador a la sacerdotisa.

El Templo de Vesta se situaba justo por delante de la Casa de las Vestales, al lado mismo de la antigua Regia. Se trataba de un edificio con planta circular, tal vez imitando las antiguas cabañas de los primeros pobladores, elevado sobre un podio de unos cincuenta pies de diámetro. Su techo, con forma cónica, contaba con una abertura por donde no cesaba de emanar humo. Emperador y sacerdotisa se encaminaron hacia el pequeño santuario, accediendo a su interior por la entrada dispuesta en la cara oriental.

Templo de Vesta, a la derecha, junto al de Cástor y Pólux. Foro Romano. Roma.

En el atrio del templo, la imagen de un falo, Fascinus, representaba la fuerza masculina fertilizadora. Ya en su interior, rodeado por una veintena de columnas corintias, la cella donde permanecía la diosa Vesta, justo en su centro. Aureliano observaba admirado a la divinidad personificada, no como una estatua de culto, sino como una llama sagrada encendida. Una de las vírgenes Vestalis, acompañada por varias esclavas, permanecía vigilando un fuego que se intuía cada vez más débil. La sacerdotisa, experta en el cuidado del fuego de Roma, mezclaba maderas secas con húmedas, ramas finas y hojarasca, con el fin de intentar reanimar la llama. Desde un tiempo a esta parte, todos estos conocimientos, transmitidos de sacerdotisa a sacerdotisa desde el origen de Roma, eran insuficientes para evitar el desastre que parecía avecinarse. Este detalle no pasó desapercibido al emperador, quien fijó su mirada en el rostro de la joven Vestalis. ¿Qué hay en el interior de esa cavidad? – quiso saber Aureliano señalando un hueco dispuesto en el podio y al que sólo se tenía acceso desde el interior de la cella.

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Estatua de Vestal. Edad severiana, 192 – 235 d.C.. Mármol Blanco. Del Foro Romano. Casa de las Vestales. Museo Palatino, Roma.

La joven sacerdotisa, intimidada por la soberbia presencia del nuevo emperador, bajó la cabeza con miedo a contestar y ser rechazada. Al percatarse de la situación, la Vestalis Maxima intercedió, rápidamente, en auxilio de la joven,  satisfaciendo, a la vez, la curiosidad de Aureliano: Se trata del penus Vestae, Augusto. En él se custodian los objetos sagrados que el héroe Eneas trajo desde la lejana Troya. Aquí se guardan el Palladium o diosa Palas Atenea y las imágenes de los primitivos Penates – respondió orgullosa la sacerdotisa mayor. Tal es la importancia de este lugar para Roma que muchos de los ciudadanos más notables aún siguen confiando en su depósito los objetos más preciados.

Aureliano era hombre acostumbrado al conflicto directo y a la defensa rápida; temperamental y poco dado a realizar concesiones, como buen general que era. No pasó por alto la forma en la que la Vestalis Maxima había utilizado la expresión “…muchos de los ciudadanos más notables de la ciudad aún siguen confiando…”. Tal vez fuera el tono de altivez empleado por la sacerdotisa en sus palabras lo que propiciara que el emperador se volviera hacia ella de manera brusca, repentina. Parecía como si estuviese cansado de fingir, de guardar las apariencias, de alargar una situación que para él resultaba incómoda e innecesaria. Sin miramientos, decidió pasar al ataque. – ¿Qué sucedería si esta llama, que hoy presenciamos como frágil y enfermiza, acabara apagándose? – preguntó a la responsable de las sacerdotisas de una manera contundente.

En primer lugar – se vio obligada a responder la sacerdotisa mayor sintiendo que acababa de provocar una situación que nunca había deseado – la Virgen Vestal encargada en esos momentos del Aio Locucio, esto es de mantener y proteger el fuego del hogar, sería azotada y después castigada con su vida. Su descuido se pagaría con la lapidación – La voz de la mujer sonó amarga y triste.

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Templo de Vesta en el Foro Romano. Roma.

Entiendo. – asintió el emperador observando a la joven virgen que permanecía en el centro la cella con la cabeza agachada. – ¿Y qué más?, porque se buscaría alguna solución ante esta enorme catástrofe, ¿no es cierto? – Aureliano no estaba dispuesto a soltar a su presa así como así, por lo que decidió avanzar hasta situarse a corta distancia del fuego sagrado.

Ciertamente, Augusto. – volvió a responder la responsable de las Vestales con voz quebrada y temblorosa, desconociendo cuáles eran en esos momentos las verdaderas intenciones de su emperador. Desde del centro del templo se escuchaban los sollozos apagados de la joven Vestalis que continuaba intentando avivar el fuego. – Aunque el fuego es renovado cada año sobre las kalendas de martius, cuando se produce un desastre como el que nuestro Imperator describe, la regla establece que el Senado se reúna, trate sus causas y dirime sobre sus consecuencias. A continuación se procede a expiar el templo antes que…

Pero Aureliano no le permitió continuar con unas explicaciones tan medidas. Buscó interrumpirla bruscamente mientras acercaba sus manos a la llama con el propósito de calentarse en esa mañana tan fría – ¿Me está afirmando la Vestalis Maxima de Roma que cuando se produce un desastre de tal envergadura para la ciudad, la sacerdotisa mayor busca respuestas y soluciones en el Senado? ¿Me está indicando la sacerdotisa mayor que el Senado a la que ella se refiere es el mismo que al día de hoy está llevando a la ciudad de Roma y a todo el Imperio a su completa destrucción? ¿Es eso lo que me está diciendo la Vestalis Maxima delante de su propia diosa Vesta a la que tanto venera?

La sacerdotisa se había quedado muda, sin respuestas, se sentía arrinconada por sus propias palabras. La joven Vestal, temblorosa, seguía avivando la llama mientras unas lágrimas recorrían sus mejillas. No sabían bien hacia dónde quería llegar el nuevo emperador con sus preguntas y empezaban a temer por la propia diosa. Aureliano era un verdadero desconocido para ellas, pero de lo que estaban seguras las dos sacerdotisas era que Lucio Domicio Aureliano se comportaba aún peor que sus dos antecesores Gallienus y Aurelius Clodius. – Bien. ¿Y qué sucede, entonces, cuando vuestro valedor Senado se digna a expiar este santuario para la salvación de Roma? Volvió a inquirir el emperador, aún con mayor contundencia.

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Accediendo al interior del Atrium Vestae. Foro Romano, Roma.

Se produjo un silencio sepulcral, la mujer no se atrevía a dar respuesta a esta última pregunta. El emperador, esperando pacientemente las palabras de la sacerdotisa mayor, no cesaba de mover sus manos en consonancia con el baile que realizaba la débil llama en el pebetero y a la que no le apartaba la mirada Entonces… dudaba en contestar la Virgo Maxima – cuando esto ocurre… – Una nueva pausa acompañado de un sudor helado se invoca a la diosa a través de la ceremonia del fuego. Se vuelve a encender… del modo más puro… a través de… los RAYOS DEL SOL. – Y la Vestalis Maxima calló, agachando su cabeza en un claro signo de sometimiento.

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Accediendo al interior del Atrium Vestae. Foro Romano, Roma.

Aureliano se volvió rápidamente hacia la sacerdotisa, buscando en los ojos de la mujer cualquier signo que le permitiera intuir la aceptación de su derrota, pero no la encontró. Así, pues, al final – empezó a exponer el emperador mientras caminaba, de un lado a otro, por la cella del Templo resulta que el Sol Invictus, el mismo al que negáis, es el único capacitado para revivir a vuestra diosa Vesta en el caso de su desaparición. O lo que es lo mismo, podríamos concluir de esta enriquecedora conversación que la diosa Vesta, por muy arraigada que se encuentre en las costumbres de la ciudad y por muy velada que se halle por parte de nuestro magnánimo y recurrente Senado, siempre, y digo siempre, dependerá de la voluntad de la divinidad universal como es el Sol Invictus Deo. Ha sido un placer conversar con ustedes, pero mis obligaciones me apremian. – Y sin más palabras, abandonó el Templo de Vesta para reunirse con su guardia en los exteriores del Atrium Vestae.

La Virgen Vestal miró incrédula a su sacerdotisa mayor, no dando crédito a lo que allí había acontecido. Sin tiempo que perder, corrió hacia ella para hacerle entrega de un mensaje escrito en un pequeño trozo de tela. La Vestalis Maxima lo leyó, no era nada extenso y fácil de interpretar. ¿O quizás no? A continuación, buscó con su mirada la silueta del emperador que se alejaba en la amplitud de los jardines. No lo dudó un instante y corrió rauda tras él. Se sentía mayor, apartada de su juventud, pero no eran tiempos para lamentaciones.

Por fin pudo alcanzarlo, justo a la altura de los estanques. El rostro de Aureliano seguía conservando esa sonrisa de satisfacción con la que se había despedido tras abandonar el Templo de Vesta. El emperador miró perplejo a la sacerdotisa, dubitativo, no la esperaba. La mujer intuyó rápidamente la sorpresa del Augusto y, sin mediar palabra, extendió su mano para hacerle entrega del mensaje;  él lo tomó en un gesto tranquilo. Desplegó con sumo cuidado el pequeño trozo de tela y lo leyó. Volvió a plegar la pequeña tela y pasó a guardarla dentro de su puño. Miró a la Vestal Maxima con su cálida sonrisa y prosiguió la marcha hacia los exteriores del complejo.

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Casa de las Vestales, al fondo el Templo de Cástor y Pólux. Foro Romano, Roma.

No había andado más de una treintena de pasos cuando Aureliano volvió a detenerse, esta vez solo, en mitad de los jardines del Atrium Vestae. Abrió su puño donde permanecía el mensaje de la Virgen Vestal y pasó a desplegarlo nuevamente. Su rictus era ahora serio, pensativo, confuso. Una frase, una condenada y única frase escrita sobre un trozo de tela por una sacerdotisa de Vesta: Ella debe permanecer viva – volvió a leer – ¿A quién se estaría refiriendo la joven Vestal? – pensó.

En el año 272 d.C., Aureliano inicia una campaña militar contra Egipto, ciudad tomada por Zenobia tres años atrás y donde se proclama reina. Consigue hacer retroceder las fuerzas de la reina guerrera hasta Siria, lugar hacia donde dirige sus fuerzas. El emperador se presentará en Oriente con lo mejor de su ejército: Los veteranos de Moesia y Panonia; las legiones de origen celta y germanos procedentes de las guarniciones romanas de Noricum y Raetia; caballería de Dalmacia y Mauritania; y contingente de auxiliares reclutados en Mesopotamia, Palestina, Fenicia y Lapadocia.

Llegará a tomar la ciudad de Tiana, en la Capadocia, prohibiendo la matanza y el saqueo a sus ciudadanos; a continuación, marchó hacia Antioquía. Al respetar la vida de los ciudadanos de Tiana, el emperador se encontró con el sometimiento de muchas de las ciudades de Asia menor que ya no temían por una sangrienta venganza.

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Casa de las Vestales. Foro Romano, Roma.

A las afueras de la ciudad de Antioquía, el emperador romano combatió contra el ejército de Palmira a quien pudo derrotar. La reina Zenobia huyó, junto con sus generales, hasta Emesa, a doscientos kilómetros de la ciudad de las Palmeras, donde nuevamente fue derrotada. Volvió a huir para defenderse en Palmira, la cual fue sometida a un cerco. Tras la ausencia de una ayuda sasánida que nunca llegó y aprovechando la protección de la noche, Zenobia de Palmira y su hijo Vabalato huyeron en camellos de la ciudad hacia el reino sasánida buscando asilo. Sería apresada antes de cruzar el río Eufrates.

Tras la victoria de Palmira y recuperado el Oriente romano, el emperador Aureliano puso sus miras en la Galia donde también era necesario restablecer la situación. Esta parte del Imperio había sido usurpada por Gaius Pius Esuvius Tetricus quien se había autoproclamado Emperador y el que también fue derrotado.

La reina guerrera y Tetricus pasearían encadenados por las calles de Roma en el triunfo celebrado por Aureliano donde se le otorgó el título de Restitutor Orbis, el restaurador del mundo. Con la exposición pública de estos dos personajes quiso demostrar a los ciudadanos romanos la fuerza recuperada del Imperio. Zenobia, bella y altiva, iba cubierta de cadenas y engalanada con sus mejores joyas. Aunque ordenó ejecutar a todos los consejeros de la reina, la vida de Zenobia fue, finalmente, perdonada. Tal vez fuese lo más acertado si el emperador no quería que el peso de un nuevo mito, de una nueva mártir, recayese sobre los hombros de Roma. Según se cuenta, quedó liberada por el propio Aureliano, otorgándole una villa en la ciudad de Tibur (actual Tivoli, Italia) próxima a la gran ciudad, donde llegó a convertirse en una matrona romana.

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Zona del Atrium Vestae en el Foro Romano visto desde las azoteas de Santa Maria Antiqua. Roma. Lugar donde hemos ambientado esta pequeña historia.

Con el botín incautado en la toma de Palmira, Aureliano ordenó construir un nuevo templo dedicado al culto solar; aquel que nunca declina y emprende nuevamente su recorrido cada veinticinco de diciembre.

En el año 274 d.C., Lucio Domicio Aureliano proveía, por primera vez, a la ciudad de Roma de una muralla fortificada, conocida en la actualidad como el Muro de Aureliano; las fronteras de la gran ciudad habían dejado de ser lejanas tras su construcción. Un año más tarde, cuando se disponía a emprender una nueva campaña contra los sasánidas, fue víctima de una conjura protagonizada por el secretario personal y oficiales de la Guardia Pretoriana; nuevos corruptos implicados en la malversación de fondos públicos que temían ser descubiertos por el emperador y a quien acabaron asesinando. Tras su muerte, Aureliano dejaba como herencia un Imperio nuevamente unificado.

La diosa Vesta permaneció viva en su Templo algo más de ciento veinte años, hasta que en el 391 d.C., después de la Conversión al Cristianismo, el emperador Teodosio I el Grande decretara por ley que todo culto y ritual pagano en público quedaban prohibidos, negando con ello su práctica. Tras este decreto, el Templo de Vesta fue oficialmente cerrado y su fuego sagrado apagado para siempre. Pocos años después de ser ahogada la llama, cayó el Imperio Romano Occidental a manos de las tribus bárbaras que acabaron invadiendo la península itálica.

Si queréis conocer un poco más sobre la historia de la Reina Zenobia, os invito a leer el artículo publicado por los amigos de Bellumartis.

Un saludo.

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1 comentario en “La débil llama de Vesta

  1. Pingback: Ara Pacis Augustae | Legión Novena Hispana

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