El viajero que llegaba por primera vez a estas fértiles tierras de la Baetica; el mercader con intenciones de ofrecer sus exóticas mercancías a los ciudadanos más notables; o, simplemente, el emigrante atraído por las favorables condiciones económicas y amplias miras de promoción social que ofrecía Singilia Barba, admirarían la majestuosidad de la ciudad mientras se iban acercando a ella a través del trazado que dibujaba su calzada. Atrás quedaban los grandes valles y sus extensiones de cultivo, así como las imponentes villae destinadas a la producción continuada de vino, aceite y cereales. Seguramente que, antes de partir, a estos viajeros y mercaderes de la Hispania del siglo II d.C. les hablarían de la riqueza de sus campos, aunque en su imaginación apenas pudieron acercarse a lo que llegaban a contemplar con sus propios ojos.
Sobre un espacio completamente despejado de la ladera media, pero al mismo nivel de donde se levantaba la zona monumental, una hilera de cipreses, delimitados por bajos muretes, flanqueaban este tramo del camino para dar la bienvenida a los que a la ciudad llegaban. Era este el tramo de calzada que recorría la necrópolis a las afueras, en su punto más alejado de la ciudad, deleitando al viajero con una bella estampa compuesta por naturaleza y construcciones funerarias.
Como en la vida terrenal, el tipo de enterramiento que se practicó en Singilia Barba dependería de la importancia del difunto o de su condición social. Predominarán los enterramientos por incineración, aunque coexistirán con los de inhumación.
Sepulcros individuales y colectivos cubiertos con grandes lastras de mármol blanco-rojizo local colmaban el paisaje. En ellos se depositaban las urnas con las cenizas del difunto. Si el miembro de la familia pertenecía la élite local o se trataba de un colectivo importante, se construían templetes o pequeños mausoleos del tipo columbarios en los que guardar las cenizas y ajuares. Para los casos de enterramientos inhumados, simplemente se excavaban huecos en la tierra y se cubrían con sillares y tégulas. En los primeros tiempos del Imperio, la belleza de la necrópolis definiría la importancia o estatus de la propia ciudad.
Conforme se iba avanzando por la calzada, se podían leer los nombres de algunos de los difuntos, como era el caso de los miembros de la gens Cornelii, una de las familias más numerosas en Singilia Barba.
Y traspasado el espacio dedicado a los difuntos, el visitante se iba acercando al punto neurálgico de la urbe: la zona pública de la acrópolis. Podía admirar como a las faldas del cerro, bordeando la llanura que se dibuja a sus pies, se concentraban las domus a los límites de la ciudad y bajo una correcta organización romana.
Unas viviendas cuyos muros fueron recubiertos de estuco en su interior, pintados con motivos florales y elementos geométricos y a los que se acompañaba en su decoración unos suelos pavimentados de bellos mosaicos.
Singilia Barba cuenta con unas calles de gran anchura y aceras porticadas. Su trazado es octogonal, distribuido en manzanas rectangulares de distinto tamaño. Por ejemplo, la de algunos de sus edificios públicos que llegaban a ocupar el espacio de varias manzanas o insulae normales.
El final de la calzada era el foro, punto de reunión de todo ciudadano romano. Se situaba en la zona norte del cerro, sobre una enorme plaza rectangular pavimentada con empedrado irregular. Existía otra vía que atravesaba el altozano de arriba abajo, es decir, desde la terraza superior donde se encontraba el castellum hasta la red de casas en la parte inferior. En esta parte del área monumental, junto a la escalinata de acceso al edificio y rodeado de estatuas y columnas, un pedestal epigráfico sobre una basa informaba a sus gentes cuáles habían sido los motivos de su dedicación (inscripción honorífica a Marco Valerio Proculino)
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