Permitidme que en esta ocasión os cuente una breve historia, una experiencia personal que está muy relacionada con la Cloaca Máxima de Roma y que muchas de mis amistades más allegadas bien conocen de viva voz. Dejemos, pues, aparcado por hoy los datos históricos, las curiosidades del pasado, los magníficos yacimientos, etc., y echemos unos minutillos de risas con el siguiente artículo. De camino, aprovecharemos para mostrar esta preciosa parte de la ciudad por si a alguno de vosotros os llega a interesar.
Resulta que andaba finalizando mi periplo por la ciudad de Roma; a media tarde del día siguiente partiríamos de regreso a casa. Para esa jornada en cuestión, crítica según mis notas, me había reservado los Museos del Vaticano y el Castillo de Sant’Angelo para, a continuación, dar un paseo por la orilla del Tíber hasta llegar a pleno centro. Un propósito bastante ambicioso, todo hay que decirlo.
Tenía pensado que, cuando alcanzara el último tramo, aprovecharía para comprar algunos regalos para los cuales no había tenido ocasión. Bueno, para ser honestos, no es que no lo tuviera, simplemente es que, durante mis salidas no me paraba en ninguna tienda para no tener que cargar después con los paquetes y las bolsas. Ya sabéis, cuestiones relacionadas con las buenas prácticas de logística.
Pero sigamos con nuestro relato, dentro de este formidable paseo por la impresionante arteria fluvial que es el río Tíber, y según mis notas, me quedaba pendiente la Isola Tiberiana, aquella donde se refugió Tiberio en sus últimos años de emperador, los restos del único puente romano que aún perdura en la ciudad y la famosísima Cloaca Máxima. En resumen, intentaría cuadrar el itinerario marcado y cerrar varias de las rutas que aún seguían abiertas desde el inicio de mi viaje, las cuales venían preocupándome desde hacía un par de días atrás.
Conforme avanzaba la jornada, parecía que el planning programado se estaba cumpliendo a la perfección, siempre en riguroso orden de tiempo y localización; he de admitirlo, soy bastante maniático para las rutas que programo. Pero llegó el turno del famoso desagüe histórico y ¡jolín!, ¡cómo se resistió! Aun disponiendo de una coordenada aproximada, no teníamos forma de dar con la dichosa boca de cloaca. Sabíamos que estaba allí, pero se ocultaba ante nuestros ojos.
Dado lo infructuoso de este primer intento, mi mujer y yo decidimos separarnos. Lo mejor sería que ella se moviera por la zona alta del río, hacia el Sur, revisando cada palmo desde la perspectiva que confieren las alturas del nuevo puente y sus aledaños. Yo, en mi caso, recorrería la vía fluvial por su orilla y en dirección Norte. De esta forma, al dividirnos, tendríamos mayores posibilidades de éxito sin demorarnos demasiado en el tiempo.
Por fin mi señora esposa dio con él, tuvo que ser desde la parte alta del puente, puesto que yo había tomado dirección contraria y me estaba alejando por completo. ¡Aquí, aquí está justo debajo!, me gritó. Casi me dio un vuelco el corazón al escuchar su voz. Rápidamente me dirigí hacia donde ella se encontraba, siempre por la orilla del río. Y, efectivamente, allí estaba; embebida bajo la nueva construcción se encontraba la salida de la famosa Cloaca Máxima.
Sin perder tiempo alguno decidí acercarme con la cámara en mano y un gran ánimo por ponerla en uso. Mientras, mi mujer esperaría a pie de vía, arriba en el puente. Entonces empecé a valorar la situación, muy típico en mí. Veamos – pensé. La boca de la cloaca se ve con tierra húmeda de espesa capa, fango diríamos. Puedo intentar aproximarme más y, si acaso, mancharme los bajos de los pantalones y embarrarme por completo las chirucas (para aquellos que lo desconozcan, unas marcas de botas). Pero el obstáculo creo que es salvable.
El olor es insoportable y aunque me impregne la ropa, se trata de un mal menor. Lo malo va a ser que después, antes de regresar al hotel, decidamos ir a cenar – sopesé. En ese caso, tampoco sería un problema. Con evitar un salón interior y buscar una terraza, problema solucionado. En definitiva, que ni el barro, ni el olor pestilente eran impedimento para que intentara meterme en su interior.
Conforme evaluaba todas las posibilidades, mi mente no cesaba de fantasear. Ahí está, delante mía, la Cloaca Máxima. Testigo mudo de toda la Historia de esta ciudad, incluso antes de la aparición del Imperio. Roma ha evolucionado y sus calles se han transformado, pero ella sigue estando ahí, atravesando sus entrañas como si el paso del tiempo por ella no pasara.
Parece que por la pared lateral izquierda, esa zona estuviese más seca. Si consigo salvar la entrada, donde las aguas están más estancadas, podría llegar hasta ese muro e intentar recorrerla. Quizás un metro, puede que dos o tres o… No se hasta dónde podría llegar. Da igual, yo seguiré avanzando hasta donde pueda. ¿Y luz?, necesito algo de luz artificial. ¡Claro!, ¡la linterna del móvil! Sí, lo sacaré cuando ya esté dentro y haya podido salvar esas aguas. ¿Hasta dónde llegara este accedo de la alcantarilla?
Avancé unos cuantos pasos hacia el frente y con pies firmes para asentarme mejor sobre el terreno. Fue justo en ese instante cuando se cruzó ante mi una rata negra y peluda que podría ser tan grande como mi brazo. Admito que la presencia del enorme bicho hizo que en un principio dudara. Pero no, también era salvable; pensaba mientras continuaba echando fotografías a ese magnífico legado. Si en los montes de mi tierra me han echado perros, me han disparado al aire, casi me caigo al vacío de un precipicio por culpa de un móvil medio loco o me he perdido en mitad de los montes de Sierra Morena en plena noche, un animalillo con pelo oscuro y rabo largo no me iba a detener en mis pretensiones.
Lo tenía claro, me iba a meter de pleno en todo el meollo. Para aquellos que aún no me conocen os diré que me pirro por las estructuras cerradas a la hora de tomar instantáneas, sean del periodo histórico que sean. Son, como diríamos, mi perdición, el santo de mi devoción. Se tiene que poner la situación muy adversa para que desista en el intento de colar la cámara y fotografiar un objetivo. Pues bien, eso mismo me ocurrió aquella tarde. Cuando ya estaba convencido de meter las narices en la Cloaca Máxima e intentar acceder al punto practicable más distanciado de la salida, algo hizo pararme en seco.
Absorto como estaba en mis pensamientos y midiendo bien todas las posibilidades de mi nueva empresa, no me había percatado de que me estaba metiendo, de cabeza, en un asentamiento de ilegales ávidos por sacarle la pasta al guiri despistado y trincarle fácilmente su cámara. Resulta que lo que hizo despertarme de esos sueños de grandeza fue una voz rotunda desde la cara interna del puente donde esperaban sentados unos doce individuos con ganas de beneficio cómodo.
Cinco euros por fotografiar, gritaba y me insistía el que parecía llevar la voz cantante. Cinco euros. El resto de ellos se reía. Yo, bobo de mí, no tuve otra cosa que hacer que echarle criadillas al asunto en un lugar por el que no pasaba ni el ‘tato’ y mi mujer solo lograba a verme si me asomaba hacia el exterior desandando el camino recorrido hasta esos momentos. No, no, le contesté y seguí a lo mío evaluando la situación, es decir, meterme o no meterme en la maldita cloaca en lugar de poner pies por polvorosa y quitarme de en medio.
Pero ellos no estaban muy por la labor de soltar la presa así como así e insistían una y otra vez que cinco euros por echar fotos. Recuerdo perfectamente la estupidez que llegué a pensar en esos instantes: mientras estos tipejos permanezcan sentados viendo pasar la tarde, no habrá problema alguno. Y os describo lo mejor que pueda la situación: los señores ilegales de piel morena tostá sentados en torno a sus barracas, delante de un brasero improvisado y rodeados de ropa de todo género tendida en no menos improvisados tendederos. Mi mujer desde la parte superior del puente solo distinguía a ver como gesticulaba, pero sin posibilidad alguna de oír lo que decía y, menos aún, a quién me dirigía. Ni un alma en los alrededores; el único que pasaba por allí, el tonto que suscribe. Y yo, dando un paso hacia delante y otro hacia atrás, midiendo y evaluando a mil por hora todavía. Están sentados, pensé. Y si me adentro hacia el interior… Pero, ¿y si me cierran la salida?, estamos jodidos. Tienen pinta de ello. ¡Mecachis!, lo tengo a un tiro de piedra. Andaba en esas lucubraciones cuando escuché a otro de ellos gritar: ¿Tienes cámara?
De repente, la cara me cambió. ¡Y un huevo!, respondió mi voz en off. Eso sí que no. ¡Qué estúpido!, me habían visto utilizarla durante todo ese rato y esta gente quería sacar un buen partido; no había que ser muy espabilado para deducirlo. Sí claro, y con los Museos del Vaticano petando la micro SD. No hay más que hablar, ahí se queda la Cloaca Máxima con todo su fango y su olor putrefacto. Para que encima me pringue de porquería hasta los hombros. Entonces di media vuelta y regresé por donde había llegado. A esto que el de los cinco euros, y sin moverse de su asiento, me preguntó: ¿italiano?, ¿inglés?, ¿francés?
¡Español!, le espeté conforme terminaba de abandonar ese lugar. y sin volver la vista atrás. ¡Me marcho a comprar los malditos regalos!
Pasado el tiempo y ahora que lo pienso mientras escribo estas líneas, ¡pero que cutre me quedó la respuesta de indignación e imponencia!. Y pensar que tuve el interior de la Cloaca Máxima en mis manos… La oportunidad se me escurrió entre los dedos por culpa de estos. Me sentía como la del cuento de la lechera, pero, en fin, son cosas que le pueden suceder a cualquiera, ¿o no?
Hasta la siguiente.
Enlaces externos de interés
Si queréis conocer más en profundidad la historia de la Cloaca Máxima y todo su entorno, os recomiendo los siguientes enlaces de mi gran amiga y bloguera Gladiatrix:
- Cloaca Máxima
- Otras cloacas de Roma
- El primer puente de Roma (Puente Sublicio)
Todos los derechos reservados
Pingback: Una propuesta para tu viaje a Roma | Legión Novena Hispana
Ya te vale Javier!!!! No te das la vuelta por un rata que te podía haber comido, y si por cuatro chavalillos. Ahhhh… por cierto, me has hecho reir.
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No mi joven amigo. Realmente me di la vuelta porque esa tarde, ya a última hora, llevaba cargada la memoria de la cámara con los Museos del Vaticano. Eso fue lo que finalmente me echó para atrás.
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