Ruta Hoyas del Conquín Bajo. Gorafe, Granada
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Con el recipiente agarrado fuertemente entre sus manos, corría el pequeño ladera abajo hasta alcanzar los límites del territorio que definían las sepulturas en esta parte del valle. No quería perder ni un solo momento para regresar, cuanto antes, al poblado y continuar con sus labores encomendadas.
Así llegó hasta la orilla del río que discurre por este entorno. Animales como conejos y liebres bebían de sus aguas. También lo hacían algunos ciervos que habían bajado de la parte media del valle para saciar su sed. Por otro lado, castores y nutrias jugueteaban en las tempranas aguas e iban de acá para allá, con ramas y pequeños troncos entre sus dientes, afanándose por construir sus madrigueras.
A primeras horas, cuando el sagrado astro aún no había alcanzado su punto más alto, la temperatura de las aguas siempre se mantenía bastante fría. Así lo comprobó el niño cuando se internó orilla adentro y el agua le alcanzó la cintura. Mientras se decidía por rellenar el recipiente, observó como una enorme hembra de jabalí, junto a sus jabatos, también se había acercado hasta la orilla del río para beber. Le dio la impresión que, en esa mañana, el animal se mostraba especialmente confiado.
Recordó entonces aquello que un día le contó su hermano cuando apareció en el poblado con una cría de lobo entre sus brazos y que había encontrado en la parte alta de las montañas: «Si consigues domesticar a uno de estos animales, lograrás que sea de gran provecho y utilidad para la comunidad. Con ellos podemos detectar la presencia de intrusos en el asentamiento y proteger nuestros hogares en caso de peligro. Lo bueno que tienen estas fieras es que para alimentarlos, podemos utilizar los propios desperdicios de las capturas. Con ello evitaremos que sus restos se esparzan por cualquier lugar del poblado. Ahora bien, de entre todos los animales que habitan por esta zona, el que mejor mantiene el asentamiento limpio es el jabalí. Pero encontrar una de sus crías para domesticarla es siempre difícil y peligroso, puesto que van acompañados por sus peligrosas madres. Estas malditas bestias, con sus afilados colmillos, son capaces de asestarte una herida que puede resultar mortal.«.
Sólo pensar en la posibilidad de capturar a una de estas crías, la idea le seducía. Valía la pena intentarlo, aunque su carne no fuera de gran aprecio. Podría llevarla hasta el poblado y así domesticarla. Se trataba de un enorme reto para él, ya que su captura sería muy bien valorada entre los miembros de su comunidad. Recordó como el duro trabajo de domesticación del lobezno le había supuesto a su hermano la valoración de todo el clan.
Y allí se encontraba el jabato, bebiendo agua plácidamente junto a su madre. El niño calculó que si conseguía sorprenderla y asustarla, tal vez tuviese alguna oportunidad de hacerse con una de de la camada cuando salieran corriendo y se separaran de la enorme hembra. Si quería lograr sus propósitos, debía acercarse sigilosamente hasta el lugar donde se encontraban los animales y justo entonces hacer mucho ruido. Por tanto, debería actuar primero con mucha cautela.
Sin provocar apenas ruido, y soportando sobre su piel el intenso frío que le causaban las heladas aguas, el niño salió nuevamente hacia la orilla. Con sumo cuidado, dejó el recipiente de barro entre las piedras y con más precaución, se encaminó dirección a la arbolada para intentar bordear la vegetación de la rivera sin que los animales notaran su presencia.
Pero no le dio tiempo a avanzar demasiado. En un gesto inequívoco de alerta, la hembra de jabalí levantó sus orejas al escuchar el tenue ruido que el pequeño provocó tras pisar la hojarasca seca. Fue en ese preciso instante cuando el animal dejó de beber y dirigió su mirada hacia el niño.
Percatándose del inminente problema, el pequeño se quedó inmóvil como una de las rocas que dibujaban el entorno. Deseaba con todas sus fuerzas que el animal no lo hubiese detectado, aunque no fue así. El jabalí, en un gesto instintivo de protección hacia sus crías, rompió a correr en dirección al niño. Llevaba la cabeza gacha y los colmillos afilados orientados a su diminuto cuerpo.
El propio afán por sobrevivir hizo al crío echar a correr también y dirigirse, rápidamente, hacia el interior del río para ponerse a salvo. Se negaba a que una nueva sepultura se erigiera en su recuerdo, marcando los límites de este territorio.
A mitad de carrera no recordó, o no pudo ver, el recipiente para el agua que momentos antes había dejado apoyado próximo a la orilla. Tropezó contra este, lo que provocó de inmediato su caída al suelo de rodillas. La cerámica se había roto en varias piezas.
Con los ojos abiertos como cuencos, comprobó como el animal casi se le echaba encima con intenciones endiabladas de embestirlo. Sabía que la herida sería mortal. Así que, en una acción casi desesperada, gateó con todas sus fuerzas hasta conseguir alcanzar el agua y zambullirse en sus profundidades.
Allí permaneció nuevamente el pequeño, empapado de agua y arreciado de frío. El animal no paró de zancadear y bufar hasta considerar que su camada no corría peligro alguno. Entonces se marchó, junto a sus jabatos, perdiéndose entre los arbustos que crecían próximos al río.
Ahora el pequeño, helado de frío, con el envase roto y sin la cría de jabalí con la que impresionar, tendría que regresar al poblado y dar explicaciones. No temía por las reprimendas de su padre. Más bien sus temores eran debido a los posibles castigos que pudieran decidir los patriarcas de la tribu ante tal infortunio.
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