El domador de caballos
El anciano oteaba el horizonte sobre la colina que cerraba el valle. Junto a él, en retaguardia, la fuerza de caballería íbera mientras la infantería avanzaba en formación cerrada al encuentro campal contra el ejército romano.
Desde un primer momento se había negado a que el grupo de iniciados acudiera al campo de batalla, tal y como se había propuesto en la última asamblea celebrada recientemente en el poblado. El desgaste de las anteriores derrotas y el continuado avance de las tropas enemigas habían condicionado que todos los hombres, a excepción de los más viejos, tomaran las armas para el que podía ser el último enfrentamiento contra los nuevos invasores.
Primero fueron las luchas contra los púnicos, luego su apoyo como fuerza de choque y ahora la guerra contra Roma; no daba tiempo al adiestramiento de nuevas generaciones de jinetes. Por este motivo se había requerido la ayuda de edetanos, oretanos y bastetanos, recurriendo, como antaño, a las antiguas alianzas (véase Cerro de los Santos). Aún no había rastro de los pueblos vecinos y ya se empezaba a dudar de su posible presencia.
Al menos – pensaba el viejo maestro – había logrado retener a sus pupilos más bisoños y no que formasen parte de las primeras líneas junto a campesinos, ganaderos y artesanos que habían sido requerido para la batalla; sin lugar a dudas, estos serían los hombres a sacrificar. En el último momento del acalorado concilio lograba arrebatar al caudillo contestano la promesa de no hacer uso de esta inexperiencia a menos que, como último recurso, fuera estrictamente necesario. Aun así, no quitaba que se sintiera desalentado. Estos muchachos no estaban preparados para la guerra, como había repetido una y otra vez.
Pero en la apresurada negociación no estaban aquellos otros que, no hacía tanto tiempo, entregaban su ofrenda a Pothnia Hippon en el acto con el que culminaba su proceso de formación en la lucha, caza y doma. Estos jóvenes, hijos de la aristocracia más selecta, formarían parte de las alas de apoyo a las unidades de infantería en este triste día. Con nostalgia recordaba aquella última jornada cuando, en procesión y precedidos por los músicos que abrían la marcha, todos acudían al Santuario de los caballos situado extramuros del poblado.
El templo se situaba en un paraje elevado y abrupto, de difícil acceso, donde una recóndita gruta próxima a un manantial fue aprovechada en el pasado para construir el santuario en honor a la diosa alada protectora de caballos, yeguas, potros y demás équidos. Sobre la cresta del cerro, una rampa facilitaba el acceso a la loca sacra libera. Parte del edificio dedicado a esta divinidad se había levantado en mampostería, con alzados de piedra, aprovechando la roca natural allí donde no hizo falta construir sus muros. Contaba con diferentes estancias, algunas de ellas techadas con troncos y ramajes recubiertos de barro. Otras, como el pasillo central, se mantenían al descubierto. Las que contaban con techumbre, su pavimento era de tierra apisonada; las que no, su suelo fue pavimentado con piedras del lugar. Las paredes de las distintas habitaciones estaban decoradas con metopas de caballos esculpidos en losas y aquella donde se situaba la favissa, se custodiaban las ofrendas que guerreros, campesinos, comerciantes y peregrinos habrían depositado en su momento para desear buena fortuna o agradecimiento en la guerra, las tareas agrícolas, los viajes y demás.
Aquel día que ahora recordaba lejano, los jóvenes caballeros entregaban a Pothnia Hippon sus ofrendas elaboradas en piedra arenisca con representaciones de buenas monturas bien enjaezadas, todas ellas fabricadas en los talleres artesanales cercanos al santuario. Con suma tristeza el anciano observaba a esos mismos jóvenes mientras que ellos, entre chanzas y nervios, esperaban el momento de su glorioso encuentro. Confiaba en sus enseñanzas, en sus estrictas lecciones para convertirlos en verdaderos guerreros de élite. Pero, por mucho que les inculcara durante su formación, sólo el tiempo y la experiencia los haría convertirse en ello. Desgraciadamente, tiempo era lo que al final no habían tenido.
Sobre las elevaciones localizadas en el extremo del valle, el caudillo íbero observaba como sus cuerpos de infantería chocaban frontalmente contra el enemigo; el griterío de los que se enfrentan a la muerte, el impacto de sus falcatas y los ruidos sordos sobre los escudos se hacían oír en la lejanía. Había dispuesto a gran parte de sus guerreros en vanguardia, articulados en bloques y agrupados por pueblos; desde esta posición podía distinguir las enseñas contestanas ondear al viento. El resto de infantes permanecía en retaguardia, de reserva, junto con toda la caballería íbera esperando su momento para atacar. Mientras, los caballos de batalla de la aristocracia piafaban y resoplaban inquietos, golpeando con sus pezuñas sobre la áspera hierba a la espera de ponerse en marcha.
Una avanzadilla de jinetes íberos que, cumpliendo órdenes, había salido para valorar las fuerzas rivales, ya estaba de regreso. Las noticias parecían alentadoras, el ejército romano se había presentado en el campo de batalla con apenas varias turmae de apoyo en cada uno de sus flancos. – Esta ocasión había que aprovecharla – debió pensar el caudillo íbero, pues las fuerzas parecían igualadas.
Impasible, el viejo maestro seguía observando el avance de la infantería sentado sobre su infatigable yegua; un precioso animal de pelaje ruano que siempre lo acompañaba en las clases de doma. Junto a él, un joven macho hijo de la misma hembra, de color negro azabache con amplias manchas blancas, que mantenía sujeto de las riendas con la mano izquierda mientras el caballo pastaba con total tranquilidad. En su mano derecha el domador de caballos sostenía su bastón de cedro, tan práctico en esos días de enseñanza. No portaba armas de hierro, como tampoco empleaba para sus animales testeras, narigones o cualquier otro adorno de metal tan de moda en el equipamiento utilizado por la élite.
Siempre había defendido que un jinete y su montura debían formar un solo cuerpo y si el propio animal no se autolesionaba en su cometido de servir al guerrero, este no era quién para alterar el orden natural. Por dicho motivo estaba en contra de toda espuela, fusta o cualquier otro elemento que no hacían más que alterar tal armonía. Para montar, simplemente utilizaba una manta acolchada, asegurada con su pertinente cincha. El jinete debía de tener plena confianza en el animal, acompañarlo en su ritmo de trote o galope y no viciar con su injerencia cuando el caballo y el jinete formaban realmente una única fuerza. Al igual que un guerrero no piensa que perderá el brazo que sostiene su falcata cuando entra en combate, el jinete no debe pensar que caerá de su montura al galopar en conjunción a través de los pasos y las verdes praderas. Sólo cuando el jinete no confíe verdaderamente en su cabalgadura, cuando los que recorran los viejos caminos sean dos y no uno, saboreará la dureza de la tierra al caer. En resumen, estas eran las lecciones que el maestro impartía a sus jóvenes alumnos: el respeto al animal.
El caudillo íbero, engalanado con majestuoso casco con penacho, dio la orden de atacar a buena parte de la caballería. Los hombres más selectos del ejército contestano, su élite guerrera, rompieron al galope para flanquear el campo de batalla protegidos por la inmensa arboleda que se extendía hacia el lado derecho de la planicie; el objetivo no era otro que el alcanzar la retaguardia enemiga y cerrar a los romanos en un movimiento envolvente. En esta primera fuerza de caballeros íberos irían aquellos jóvenes inquietos y nerviosos por vivir su primer día de gloria.
La caballería ya había alcanzado las filas de veteranos romanos situadas por delante a su objetivo. Por sorpresa y sin esperarlo, dos columnas de jinetes enemigos atravesaron la masa forestal y rompieron el avance contestano, dejando a sus guerreros aislados en varias secciones descompuestas.
Fue entonces cuando el campo de batalla se convirtió en un verdadero caos para el pueblo íbero, confusión que supieron aprovechar los romanos para imponer su fuerza: los triarii, en un movimiento bien coordinado, avanzó hasta encarar al bloque de caballeros íberos más adelantados. Los principes, por su parte, que habían relevado a los velites en las posiciones más adelantadas, se enfrentaba a una infantería ya agotada por el desgaste en el combate. Por último, los hastati, armados con sus pila, avanzaron en apoyo de los equites que, espada en mano, atacaba a la sección más retrasada de jinetes íberos, aquella donde se integraban los jóvenes aristócratas.
La batalla se había vuelto en contra para los intereses contestanos tras la aparición inesperada de las turmae romanas. De inmediato su líder decidió contraatacar con el resto de fuerzas disponibles, buscando bloquear el avance enemigo; si estos lograban sobrepasar las líneas de caballería, el enfrentamiento en el valle de la Contestania estaría perdido. Decidido, ordenó atacar al resto de guerreros a caballo, que aún mantenía en reserva, obligando a compartir sus monturas con los infantes que permanecían a los pies de la colina. Entre ellos se encontraban los jóvenes aprendices que el viejo maestro se había negado a que tomaran las armas. Inquieto por el devenir de los acontecimientos, el anciano los vio alejarse hacia su muerte segura cabalgando sobre las grupas de los caballos.
Los guerreros íberos galoparon a gran velocidad hasta la posición en el campo de batalla que habían determinado como nueva línea de cierre, unos cuantos metros por detrás de dónde se estaba entablando el combate. Mientras tanto, en las líneas más avanzadas, los infantes íberos que permanecían aún en pie parecían ir retrocediendo, perdiendo terreno poco a poco bajo el empuje de los veteranos romanos; no tardarían mucho en dar la batalla por perdida e intentar replegarse ante la carnicería que allí se estaba sufriendo. Por su parte, la caballería, aunque diezmada, lograba aguantar la posición. Después de desmontar a las nuevas fuerzas de infantes, los jinetes de refresco espolearon sus monturas hasta alcanzar las primeras líneas de combate. Allí descabalgaron y lucharon a pie como un infante más.
El domador de caballos no perdía de vista a sus jóvenes pupilos, a media distancia entre el frente de batalla y la colina donde aún permanecía. Allí se encontraban, solos, enfrentándose a su vil destino con una simple jabalina en una mano y un escudo en la otra. Nada de falcatas, nada de monturas como habrían soñado. Tal vez alguno de ellos habría tenido la precaución de colgarse al cinto un cuchillo o cualquiera otra pequeña arma de metal. El anciano no pudo evitar rememorar aquella jornada que les había dedicado para visitar la necrópolis del poblado.
En esa mañana, el maestro había querido que los muchachos tuvieran un contacto directo y emotivo con sus antepasados, con aquella realeza heroica que tantos días de gloria habían dado a su pueblo. En vida, todos estos guerreros tuvieron en común su amor y respeto por los animales y este sentimiento había quedado plasmado en cada una de las tumbas que en el lugar se levantaron. Imágenes de caballos y temas ecuestres inundaban todo aquel área pensada para el recuerdo y el respeto. Entre esculturas de caballos, jinetes sobre monturas ricamente engalanadas y representaciones del Despotes Hippon, el anciano iba narrando viejas historias a este grupo de jóvenes de cabellos largos y enmarañados. Ojalá Despotes Hippon no los abandone en este fatídico día, pensó.
De pronto una enorme polvareda se levantó por el flanco opuesto al lugar donde la caballería íbera y romana combatía a muerte. Las turmae que los romanos habían mantenido de refresco, las mismas que habían sido detectadas por los jinetes contestanos al inicio de la batalla, ahora cabalgaban a gran velocidad sin obstáculo que le saliera al paso. Su intención era la de alcanzar la parte alta de la colina donde se encontraban los líderes íberos. Entre ellos y el campo de batalla sólo los separaba la débil línea de infantes inexpertos.
Metro a metro, la distancia con la línea de cierre íbera se iba acortando. Los jóvenes, tras detectar la nueva amenaza, asumieron el peligro y, en lugar de abandonar sus posiciones y salvar las vidas, tomaron la determinación de cerrar ese frente bajo un bloque compacto de jabalinas al ristre. Metro a metro, la caballería romana iba ganando terreno, aumentando la potencia de sus bestias de guerra conforme se acercaban, preparando sus armas para el golpe fatal. Nervioso e impotente ante la escena que estaba presenciando, el viejo no dudó en espolear a su yegua y descender a galope tendido colina abajo tirando del segundo animal.
El impacto de la caballería romana sobre los escudos íberos fue brutal. Un golpe seco de una formación en cuña hizo desarbolar la línea contestana; los cuerpos de los pequeños guerreros acabaron dispersados sobre el terreno. Inconscientes, se habían convertido en presa fácil para unos soldados acostumbrados a no dejar con vida ningún oponente.
Uno de estos jinetes ya alzaba su brazo para lancear a uno de los caídos. Como veterano que era, antes de ejecutar su golpe mortal, se aseguró por el rabillo del ojo que no sería atacado inesperadamente por la espalda. Sólo dos caballos sin montura galopaban en paralelo hacia su posición; posiblemente se trataran de animales que, asustados, huían del ruido de la batalla. Agarró con fuerza el asta de su arma y, sin dudarlo un instante más, se dispuso a clavar la afilada punta en el cuerpo del joven inconsciente que se encontraba a los pies de su montura.
Dos caballos galopaban atravesando la extensa planicie a gran velocidad; uno al lado del otro y ambos sin jinetes que lo montaran o, por lo menos, eso era lo que en un principio parecía. Sin aminorar el ritmo de la carrera, de entre los dos animales apareció la figura de un hombre que, de súbito, se incorporaba sobre una de las monturas. Había cabalgado oculto, agazapado entre los dos caballos agarrado de la yegua con pelaje blanco y pardo. Había pasado desapercibido hasta aproximarse al grupo de jinetes dispuestos a lancear unos cuerpos inmóviles sobre la tierra.
Prácticamente había llegado al lugar del enfrentamiento cuando, alzándose sobre el lomo del animal que montaba, saltó hasta la otra cabalgadura que corría junto a él. Sin perder tiempo, se pasó su bastón de una mano a otra y, con determinación, golpeó con fuerza el puño de aquel jinete que ya descendía el arma para clavarla en su víctima.
El veterano soldado profirió un grito de dolor mientras dejaba caer la jabalina al suelo. Mientras, el jinete íbero aprovechó la ocasión para tirar hacia atrás de las riendas de su caballo y frenar en seco su carrera a escasos metros del enemigo. No se lo pensó, descabalgó rápidamente y ya en tierra corrió hacia el romano a quien atravesó la nuca ensartándole el cayado por la boca. El romano no pudo hacer otra cosa que caer desplomado al suelo con la cara destrozada.
Los alaridos de dolor de aquel soldado llamaron la atención del resto de jinetes que en las inmediaciones se encontraban. Detectada la presencia del anciano, rápidamente giraron todos los cuerpos de sus caballos para orientar su ataque hacia el maestro.
Con esa mirada fría que tanto le caracterizaba, contemplaba la caballería enemiga cabalgar velozmente hacia el lugar donde él se encontraba. Ya no había marcha atrás, había decidido proteger la vida de sus iniciados, aunque eso le conllevara su propia muerte. Seguro y sereno esperó paciente la llegada del fatal destino.
Vestía túnica corta ceñida con cinturón; con los pies en el suelo, completamente descalzo, se deshizo del bastón. Quiso levantar ambos brazos para acariciar por última vez el rostro de sus dos caballos; estos asintieron con un dulce movimiento de cabeza. Tras él, el joven íbero continuaba sin recobrar el conocimiento. Los jinetes enemigos ya casi se le habían echado encima, podía distinguir con claridad cómo preparan sus armas para atacar.
Ya los tenía prácticamente sobre él, las armas enemigas apuntaban directamente hacia su pecho. Fue entonces cuando el viejo maestro íbero, el domador de caballos, con las riendas de sus animales sujetas en ambas manos tiró enérgicamente de ellas. Al instante, la yegua y el caballo negro azabache obedecieron la orden. Ambos se levantaron sobre sus cuartos traseros, creando una barrera entre los romanos y el joven inconsciente.
Al presenciar a su oponente con los brazos extendidos y sujetando a sendas bestias rampantes a su derecha e izquierda, los romanos no tuvieron otra opción que desviar el sentido de su carga y virar para replegarse. Los jóvenes infantes que ya empezaban a incorporarse, viendo la escena de su maestro junto a sus caballos encabritados haciendo frente a la turmae enemiga, no dudan en gritar: ¡Despotes hippon!, ¡Despotes hippon!, señalándolo con el dedo.
Despotes hippon era el dios valedor de estos animales al que tanto habían admirado cuando su maestro, el héroe protector, narraba sus relatos. Se trataba de la imagen que, encastrada en las tumbas de la antigua élite, se repetía una y otra vez o aquella otra labrada en la piedra que marcaba el límite de la necrópolis y el camino de ascenso al santuario. Ahora lo contemplaban fascinados en mitad del campo de batalla.
Dibujando una amplia circunferencia sobre la dirección que inicialmente habían tomado, los jinetes romanos decidieron volver sobre sus pasos y atacar de nuevo. En esta ocasión buscaron rodear a su oponente y evitar hacerlo en conjunto por el frente. La nueva maniobra fue leída por la infantería íbera que, rauda, corrió al lugar donde se encontraba su maestro y a levantar un muro de escudos y lanzas a su alrededor.
Hubo un momento en el que parecía se entablaban dos batallas distintas en el mismo valle. Por un lado, el ejército romano perfectamente organizado combatía contra las fuerzas íberas que seguían resistiendo. Por otro, más retrasada y próxima a la colina, una turmae cabalgaba en círculos mientras sus jinetes, con espada en mano, intentaban romper la defensa infranqueable que habían levantado unos jóvenes infantes y su maestro. Una y otra vez, se producían estocadas sobre los escudos y lanzadas al aire; no había cuartel, ni respiro alguno.
Por fin una de las jabalinas enemigas logró su propósito y consiguió atravesar la línea de defensa íbera, alcanzando el omóplato del anciano que cayó abatido contra el suelo soltando un ahogado suspiro. Viendo a su maestro yacer en la tierra, cargados de ira, la inexperta infantería arremetió enfurecida contra los soldados romanos. Ya sólo ansiaban atravesar carne y encontrar hueso con sus armas fuera como fuese.
Pero la reacción de los dos caballos fue aún más sorprendente. Viendo inmóvil a su dueño, a su amigo, sobre el suelo en un inmenso charco de sangre, comenzaron a relinchar como bestias poseídas, a encabritarse y a saltar, pateando al aire en cada uno de sus empujes. Aquellos jinetes que se encontraban en su radio de alcance fueron coceados y derribados bruscamente de sus monturas. En el suelo, eran acuchillados y rematados sin piedad por las pequeñas armas de los infantes.
En mitad de esta refriega, incrédulos, los jóvenes descubrieron sorprendidos como los romanos se retiraban. No sólo lo hacían los miembros de la caballería que los habían estado acosando hasta esos momentos, el ejército al completo huía hacia el Camino de Aníbal en un intento último por salvar sus vidas.
Al final del valle, sobre las montañas que lo rodeaban, una densa mancha oscura envuelta en una espesa polvareda descendía a gran velocidad. Se trataba de un inmenso ejército formado por los guerreros íberos que habían acudido a la llamada de sus vecinos los contestanos. El joven que había permanecido inconsciente durante todo el combate, aquel que había sido protegido tan celosamente por su maestro, por fin recobró el conocimiento. Viendo al anciano tumbado sobre la tierra y respirando con dificultad, le tomó la cabeza con delicadeza para colocarla sobre su regazo. Entre lágrimas y señalando al contingente íbero que descendía hasta la planicie del valle, le susurró al oído: Despotes hippon, resiste. La batalla no está perdida.
Autor: Javier Nero.
Bibliografía:
- Guerreros de Iberia. La guerra antigua en la Península Ibérica (Benjamín Collado Hinarejos. La esfera de los libros)
- Los íberos y su mundo (Benjamín Collado Hinarejos. Akal Ediciones)
- Placa relivaria con équido del entorno de la Aldea de El Cañuelo (Córdoba) (Narciso Jurado Ávalos)
- El caballo en la sociedad ibérica. Una aproximación al santuario de El Cigarralejo (Pedro A. Lillo Carpio, Virginia Page del Pozo, José Miguel García Cano)
- Información cartelería de Museo Arqueológico de Barcelona, Almería, Jaén, Lorca, Murcia, Sagunto, Badajoz, Albacete y M.A.N.
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