Como ya os comenté, la población de Acinipo había aumentado considerablemente en los últimos años. Este incremento de la población provocó, a su vez, un aumento en la demanda de las instalaciones públicas y, por tanto, de las necesidades en el suministro de agua. Desgraciadamente, la ciudad de Acinipo no estaba preparada para tan elevado consumo hídrico.
Para intentar dar solución a este gran inconveniente, la élite de la ciudad apostó por construir dos depósitos anexos al ya existente con objeto de acrecentar la capacidad de almacenamiento en la cisterna. Pero esta ampliación del castellum aquae resultó completamente insuficiente. Los nuevos depósitos quedaban a una altura superior a la primitiva, lo que provocaba que la captación de las aguas no fuera tan fluida como se había esperado en un principio. El resultado era que no entraba todo el agua a las termas públicas como realmente precisaban.
Un siguiente intento por asegurar el suministro continuado, procurando siempre mantener las termas abiertas al público el mayor tiempo posible, fue el de disponer una nueva entrada de agua alternativa en uno de los dos depósitos recién construidos. Tal ingenio se llevaría a cabo mediante una tubería de plomo que cruzaba la palestra. Desgraciadamente, esta solución tampoco pudo erradicar el problema de origen planteado.
Desde sus orígenes, Acinipo presentaba un problema base que, hasta el momento, no se había puesto de manifiesto. La ciudad siempre contó con agua suficiente para el consumo de la población allí establecida, garantizando su suministro gracias a la presencia de distintos pozos naturales. Pero estas cisternas subterráneas resultaron inadecuadas e insuficientes cuando se trató de aprovechar su caudal para la ornamentación del forum o la construcción de fuentes públicas y ninfeos. En el caso de las termas mayores, procurar un aumento de su capacidad.
Tampoco contaba la ciudad con recursos alternativos para las conducciones de aguas arrastradas desde los altos valles. Por ejemplo, no dispuso de arquerías, tal y como pudieran existir en otras urbes importantes. En conclusión, asegurar el abastecimiento de aguas para las termas de Acinipo suponía un alto coste en su mantenimiento diario; un gasto que, exclusivamente, era sufragado por los decuriones o cargos municipales.
Pasado el periodo de esplendor augusteo y las grandes obras de monumentalización, los gobiernos posteriores dejaron de depender del, siempre necesario, ascenso político y la consecución de poder que con ello obtenían. Los cargos municipales y demás notables empezaron a abandonar Acinipo para instalarse en sus villae situadas a lo largo de los caminos que comunicaban con otras ciudades importantes; renunciaron a la ciudad para refugiarse en el campo y dedicarse plenamente a sus producciones privadas. Con su marcha dejaron atrás los grandes edificios públicos y privados, los costes en mantenimientos y sus gastos de financiación.
Sin los notables en Acinipo, las grandes construcciones fueron expoliadas y reutilizadas. Las termas transformadas en instalaciones industriales, las enormes domus en tabernae comerciales, etc. La ciudad intentaba perdurar por ella misma, pero ya no había esa fuerza política ni económica que apostara por su continuidad. Esta situación dio lugar a un abandono paulatino y a un consiguiente traslado de sus habitantes a otras ciudades próximas, tanto del interior como de la costa. Otros muchos eligieron convertirse en mano de obra de las grandes villae rústicas para las explotaciones vinarias y oleícolas que se comercializaban en la zona o se exportaban al exterior.
Pronto llegarían las invasiones de los bárbaros y su casi destrucción. Pasado este último periodo oscuro y convulso, se intentó su repoblación; los antiguos edificios aún se mantenían en pie. Las viejas ruinas romanas fueron excelentes canteras para las nuevas necesidades civiles, pero todo el esfuerzo resultó en vano. La gran ciudad de Acinipo se había convertido, con el paso del tiempo, en un pequeño asentamiento indefenso, objeto de continuas incursiones sangrientas. Sus habitantes acabaron por abandonarla definitivamente, quedándonos en ella sólo unas cuantas familias sin lugar alguno donde prosperar.
Hace varias jornadas, cuando me encontraba en el viejo teatro dándole de comer a las dos únicas bestias que se mantienen vivos por estos parajes, una bien nutrida mesnada con soldados de piel oscura y extraños ropajes e insignias, se detuvieron para contemplar las ruinas de Acinipo. En un primer momento creí que levantarían su campamento en el lugar, pero un hombre de ojos verdes montado en un portentoso animal, entiendo que su comandante, movió la cabeza en sentido de resignación y ordenó continuar la marcha por la vieja calzada. Creo que le entristeció ver toda esta desolación, la misma que siento yo escribiendo estas últimas palabras.
A los pocos días nos llegaron nuevas de la vecina Runda. Al parecer, unas tropas extranjeras venidas del otro lado del Calpe y comandadas por un tal Zaide Ben Kesadi, apodado El Sebseki, había logrado alcanzar sus murallas. Los ciudadanos de la ciudad, sin resistencia alguna ni capitulación, se prestaron para abrirles las puertas del viejo Castellum Laurus. Se dice que los habitantes de Runda han considerado a estos nuevos extranjeros como sus verdaderos salvadores. Según nos comentan, han llegado para quedarse.
Fin
Espero que con este último artículo hayáis disfrutado de la historia de este magnífico yacimiento arqueológico, como es Acinipo en Rona, y hayáis aprendido un poco más sobre él. Saludos cordiales.