Hubo un tiempo en el que, a través del pasillo definido por las columnas de Herakles, surcaban las aguas del Mediterráneo cientos de gaulos e hippoi con sus velas de lino extendidas al viento. Navegaban dirección a Oriente, Tiro su capital, cargados con ricos metales y escoltados en la travesía por trirremes de guerra. Las embarcaciones partían desde los puertos de sus colonias occidentales, siendo Gadir la principal ciudad.
Años precedentes, estas civilizaciones del Mediterráneo Oriental, con un grado de desarrollo cultural y técnico mucho más avanzado que el alcanzado en la parte occidental, se habían visto obligadas a buscar nuevas rutas con el objeto de procurar los recursos imprescindibles, cada vez más escasos y caros en sus tierras de origen, con los que seguir manteniendo su demanda comercial.
Así pues, los intrépidos marinos, ayudados de excelentes embarcaciones y amplios conocimientos en la navegación, llegaron a las costas de la Península Ibérica. Lo hicieron revolucionando la cultura indígena a la que aportaron nuevas formas de producción cerámica, otras relacionadas con los metales, vino, aceite, pesca y derivados de estos; introdujeron nuevas especies de animales como la gallina y el asno; y todo ello sin olvidar el uso de la escritura alfabética y las transacciones comerciales practicadas con monedas. Unos grandes comerciantes que supieron ganarse las voluntades de las élites de los asentamientos del interior y a los que agasajaron con rica orfebrería y joyería, delicadas telas bañadas en púrpura y todo tipo de objetos de lujo procedente de los saqueos egipcios y de sus intercambios comerciales con los helenos.
La población indígena, dispersa en esos momentos entorno a poblados diseñadps con cabañas, tenderá a aglutinarse en pequeñas ciudades, las cuales acabarían amurallándose muchas de ellas y construyendo templos o santuarios en sus alrededores.
Hubo un tiempo, entre los siglos IX y VI a.C., en el que a las costas de nuestro mar Mediterráneo llegaron navegantes fenicios necesitados de minerales y madera para su comercio y donde acabarían encontrando unas tierras prósperas donde asentarse y convivir con la población autóctona del lugar.
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