Durante la Edad de Bronce, el Bajo Guadalquivir no era más que un territorio poblado por pequeños grupos humanos asentados de forma dispersa. Se ha iniciado un largo proceso de paz y estos grupos eligen su nuevo emplazamiento en una zona prácticamente deshabitada, pero fértiles en cuanto a pastos y ricas en metales. Se trataban de unas poblaciones con larga tradición minera y ganadera que han buscado asegurarse el abastecimiento continuado de unos excelentes recursos naturales.
Sobre los siglos IX y VIII a.C., ya se registra un asentamiento permanente. El descenso en el índice de mortandad, debido a la disminución en conflictos bélicos entre los distintos grupos tribales, y una mayor especialización en el cultivo y el pastoreo, provocan una importante transformación de su hábitat y una acusada concentración de poblaciones a su alrededor.
Paralelamente a ello, a mediados del siglo VIII a.C., la densidad de población de las colonias fenicias es considerable. Gadir, la colonia fenicia más importante en la Península y gran metrópolis occidental, se encuentra situada a la entrada misma del Valle del Guadalquivir. En un momento determinado de nuestra Historia (sobre el 700 a.C.) se iniciará la penetración generalizada de este pueblo hacia el interior; abrirán sus rutas comerciales a través de la gran vía fluvial con el objeto prioritario de la consecución de metales. El contacto con las comunidades indígenas dará lugar a un proceso de adaptación cultural por parte de la población local, tanto en su aspecto material como en el económico y social. Este proceso será conocido con el nombre de periodo orientalizante.
La ideología oriental, a través de sus grandes corrientes de tráfico marítimo, persigue encontrar lugares donde exista una mayor concentración de riquezas y una mayor demanda de bienes de lujo. Y lo encuentra en el asentamiento del Bajo Guadalquivir que, en el siglo VII a.C., controla los recursos mineros de esa parte del territorio.
Así es como la población tartésica experimentará un rápido enriquecimiento gracias al comercio de los metales con los fenicios. Oro, plata, estaño, cobre, grano, madera y pieles a cambio de aceite, vino y bienes de lujo destinados a la clientela indígena.
Unas influencias que no se hicieron esperar en la comunidad local: técnicas en la elaboración de cerámica y orfebrería; las antiguas cabañas circulares darán paso a construcciones de viviendas rectangulares, con paredes de adobe ricamente enlucidas. Este proceso de aculturación motivado por los contacto e influencias de la cultura fenicia, conducirá a lo largo de los siglos VII y VI a.C. a una serie de cambios culturales en los territorios circundantes. Nuevas comunidades tartésicas se asentarán en las principales vías de comunicación que conectan con los recursos mineros del interior; se establecerán nuevos asentamientos en promontorios o espacios no demasiado elevadas desde donde dominarán el paso de las viejas cañadas ganaderas.
El control sobre los metales del interior ejercido por la población tartésicas terminará limitando su acceso al pueblo fenicio, a los que se le impondrá una serie de condiciones de penetración y acceso a los recursos naturales. Pero, en realidad, ambas comunidades se beneficiarán de unos intercambios en los que la población indígena proporcionará la materia prima y los fenicios la comercializarán. Será la aristocracia local o régulo el que absorba la totalidad de las importaciones fenicias de lujo y bienes de prestigio, pues son los que verdaderamente acabarán controlando los recursos naturales.
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